(1955)
1
Hubo una época de mi infancia en la que los domingos después de la comida mi padre nos obligaba, a mis cuatro hermanos y a mí, a acompañarle al Club de Ajedrez "Carlos Torre" de la ciudad. Para nosotros, cinco niños inquietos y aguerridos, aquella costumbre era nada más y nada menos una especie de castigo por nuestro mal comportamiento acumulado en la semana.
A mis ocho años aquel edificio de dos plantas ubicado en una esquina del centro de la ciudad, No Reelección y Sinaloa, parecía enorme. En la planta baja, tras los inmensos ventanales posaban para los transeúntes los últimos modelos de automóviles Nash y Rambler. La planta alta era un enorme cubo blanco deshabitado y dividido en cubículos construidos con masonite, el tablaroca de aquellos días. El Club de Ajedrez Carlos Torre ocupaba uno de estos espacios.
En aquel Club los torneos por el campeonato en turno se prolongaban hasta muy entrada la noche, y nuestra inquieta infancia no contaba con otra alternativa que matar el tiempo haciendo lo mejor que uno sabe hacer a esa edad: jugar a todo lo que se nos ocurriera usando los cubículos desocupados como escondrijos. Alborozados nos perseguíamos unos a otros corriendo sin cesar en el inmenso cubo deshabitado de la segunda planta de aquel edificio de muros y cielo raso pintados de blanco entre los que se diluían los colores de nuestra niñez.
2
En uno de los cubículos de aquel enorme piso franco del edificio, absorto en su partida de ajedrez mi padre se olvidaba por completo de nuestra existencia. Sin embargo, el poder de la imaginación infantil convertía el desolado espacio en un mundo de retozo, y a voz en cuello gritabamos cualquier cantaleta que se nos atravesara en la garganta sólo por el gusto de escuchar nuestras voces atipladas reverberar en el cielo raso, en los muros y en los amplios cristales de los ventanales estremecidos por el golpeteo de nuestros zapatos sobre las baldosas. Todo esto era una secuencia interminable y gozosa hasta que el sueño y el cansancio terminaban por rendirnos.
Mientras tanto, mi padre no tenía para cuándo levantarse de su asiento hipnotizado frente a la cuadrícula de un tablero de ajedréz. Así transcurrían horas y más horas mientras él permanecía tan callado y pensativo que daba la impresión de no respirar siquiera, y sólo su característico tic de mesarse el bigote a cada momento lo sacaba de su mente.
Una vez entrada la noche, doblegado por el sueño, mi delgada anatomía quedaba dormida, como un reloj en una pintura de Dalí, sobre una silla de madera, inerte y olvidada como una simple pieza de ajedrez excluida de la cuadrícula de un tablero, trama de espacio- tiempo en que la noche nos aprisionaba con la misma frialdad de los jugadores que, ausentes de este mundo, se tomaban la eternidad para analizar su próxima jugada.
En ocasiones, yo llegaba a despertar sólo para contemplar a mi padre concluir una más de las tantas y tantas partidas desarrolladas contra algún fuerte adversario; yo, un niño acosado por un sueño torturante esperaba con ansia que allí terminaran las cosas para irnos a dormir a casa; pero el vencedor siempre dejaba abierta la posibilidad de una última partida para el vencido, oportunidad que el dolido ego del perdedor, para mi mala suerte, nunca dejaba pasar de largo.
Estas veladas dejaron en mí infancia un ingrato sabor a causa del ajedrez, juego en el que mi padre intentó en vano encauzar las inquietudes de nuestra niñez.
Ya en la adolescencia, ni mis hermanos ni yo seguimos los pasos de ajedrecista de mi padre, y aquel castigo dominical sólo dejó en mí una gran apatía por el resto de mi vida hacia el Juego Ciencia, título con el que mi padre solía elogiar al ajedrez con un orgullo que le brotaba por todos y cada uno de los poros de la piel.