A la primera persona que mató era una mujer de 18 años que distribuía droga en centros nocturnos de la frontera. “No me fue difícil eliminarla cuando me dijeron que iban a pagarme”, confesó años después. La hizo su novia, y cuando ella le tuvo confianza, actuó. “Me la llevé a un paraje solitario y la bajé del carro; la agarré a golpes hasta que la dejé tirada en el piso y luego le pasé el carro por encima”. Fueron sus comienzos como asesino a sueldo, según dijo durante una sesión sicoterapéutica. Tenía 24 años, una figura delgada y alta, el rostro con ojeras pronunciadas y ojos como agua verdosa.
El tipo habla de asesinatos sin perturbarse, de secuestros y golpizas que propinaba a distribuidores de drogas al menudeo, y de su retiro prematuro por un tumor cerebral que lo dejó medio ciego. “Fui tratado médicamente debido a los problemas de estrés terrible que sufría del recuerdo de años anteriores, pero dejé de ir al tratamiento cuando sentí que ya estaba liberado de culpa, porque todo lo que hice lo hice drogado, como no siendo yo”.
En 2007, fueron asesinadas unas 2 mil 500 personas por alguna relación con actividades de narcotráfico, según la Procuraduría General de la República. La cifra se elevó a más del doble durante 2008, cuando la misma autoridad atribuyó 5 mil 620 víctimas fatales a la confrontación entre organizaciones criminales —de 10 mil 500 homicidios dolosos calculados por el Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Muchos ejecutores son sujetos como el que dio muerte a la distribuidora de drogas, emergidos de una clase media urbana, o pervertidos por un entorno violento y miserable, determinados a infligir daño, que bien pueden ser diagnosticados como adictos a la violencia, sostiene el doctor Sergio Rueda, director del Programa Integral de Adicciones del Instituto de Medicina y Tecnología Avanzada de la Conducta.
Pero también suelen ser homicidas con un perfil profesional y sombrío que recurren a tácticas militares para despojar a sus víctimas de identidad, alejándolas así de un eventual acto de justicia del Estado, advierte Javier Enríquez Sam, coordinador general del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad.
“La violencia no es sino un acto de factores internos, genéticos, que también son definidos por fuerzas sociales y económicas que juegan dentro de un mismo ambiente”, afirma a su vez Stanley Kippner, profesor de sicología en el Saybrook Graduate School and Research Center de San Francisco, California. “En ocasiones, la violencia puede ser reforzada al grado de ser considerada una ‘adicción’, un acto obsesivo y repetitivo siempre que se presenta la oportunidad”.
La otra visión: las víctimas
En noviembre pasado, el hijo de 22 años de Juan, un hombre de 55 originario de Tierra Caliente, Guerrero, fue secuestrado por cinco sujetos equipados con chalecos antibalas y fusiles de asalto. Con el paso de las horas se supo que otros cinco miembros de la familia fueron secuestrados; a tres de ellos —incluido el hijo de Juan— los llevaron a las oficinas locales de la procuraduría estatal, de donde fueron liberados dos y medio días después, severamente lastimados, sobre todo en el plano emocional. Juan, su hijo y el resto de la familia huyeron del estado y viven en la clandestinidad, sin poder siquiera emplearse.
Guerrero es un estado dominado por la violencia, no sólo de grupos armados al servicio de traficantes de droga, sino de individuos ajenos al negocio criminal. En 2008, reveló la procuraduría estatal, 177 personas fueron secuestradas por grupos armados, de las cuales sólo 50 volvieron con vida, entre ellas el hijo de Juan. Pero el regreso no es garantía en un estado en el que 946 individuos fueron víctimas de homicidio durante ese mismo lapso, 138 en diciembre.
Las consecuencias de esa violencia son devastadoras para una persona. El hijo de Juan es menudo y delgado, de apariencia frágil; apenas alcanza el metro con 55 y no pesa más de 60 kilos. Tal vez era distinto antes de sufrir el secuestro, pero hoy habla sin mirar a los ojos, como extraviado, intentando tragar saliva de su boca seca. “Fueron golpes en el rostro, en el estómago, sólo eso, porque yo desde un principio les dije que no sabía nada de lo que me acusaban. Al final yo creo que, no sé, dejaron de golpearme, pero sí me seguían torturando sicológicamente a todo momento: me decían que me iban a matar, que de personas como yo nada más deberían encontrar las cabezas postradas en las calles, en las banquetas, en las paradas de camiones, al bordo de la carretera Y constantemente, pues, me decían que me iban a matar, que no me iban a dejar vivo si no confesaba los supuestos delitos que me estaban achacando”.
La intención de sus captores, infiere, pudo haber sido que experimentara la prolongación de la muerte, y le dejaron miedo y delirio de persecución. “Cada persona que veo ahí en la calle, de seguridad pública se puede decir —entre comillas, claro, porque nunca se sabe quién es quién—, ya siento que me van a agarrar otra vez, que forman parte de esas mismas personas que me detuvieron”.
¿Profesionales o adictos a la violencia?
Atacar las emociones es algo en lo que se han concentrado los asesinos profesionales, dice Javier Enríquez Sam, del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad, y los ejecutores están lejos de un perfil de sicópata. “A los que conocemos mejor, son a los de los casos de tortura. En general, se le adiestra al torturador y llama la atención de que ese adiestramiento consiste en hacerlo sin sentir, o sea, ‘no me duele hacerte daño, yo te torturo y yo no siento nada, pero no soy una persona trastornada, ni mental ni nada: cuando llego a mi casa convivo muy bien con mi familia y la quiero, pero cuando estoy en mi trabajo, mi trabajo es ser torturador, entonces yo hago mi trabajo’”.
Pero esas sesiones de tortura no necesariamente implican un acto mecánico, pueden llevar al individuo a volverse un adicto a la violencia, según el doctor Sergio Rueda, del Programa Integral de Adicciones del Instituto de Medicina y Tecnología Avanzada de la Conducta. “Hay seres humanos que, al estar reaccionando constantemente ante estados alterados de conciencia de manera agresiva, la convierten en una adicción. Incluso hay hormonas, como el cortisona y la lactosa, que producen un estado de reacción de ataque en el que hay dilatación de la pupila, alteraciones en el metabolismo, de la hipertensión; hay más azúcar y anticoagulantes para, si yo me peleo, sanar más rápidamente; y esas hormonas me producen seguridad”.
Stanley Krippner, profesor del Saybrook Graduate School and Research Center, opina que la capacidad de infligir daño a otra persona tiene un origen genético, aunque también social, “la violencia y otras capacidades humanas son resultado tanto de la naturaleza como de la retroalimentación en un ambiente determinado”.
Bajo estas condiciones, la violencia se convierte en un modo de vida para individuos que hallan recompensa, afirma. “El asesinato y la tortura son el sello de los paramilitares y de las fuerzas de seguridad en Colombia y otras partes del mundo, por ejemplo. Y si un hombre o una mujer son recompensados por aplicar la crueldad, ese comportamiento posiblemente persista de forma indeterminada (...) En ocasiones la violencia es reforzada al grado de que el comportamiento violento puede considerarse una adicción, una acción que es obsesiva y repetitiva siempre que se presenta una oportunidad”.
El ejercicio individual o colectivo de los asesinos, dominados por esa dependencia aludida por Krippner, tienen gran impacto social. “Ellos evocan el miedo, pero también, con cada acto de tortura o asesinato, se desensibiliza a niños y jóvenes ante la violencia, e incluso si ellos no se vuelven violentos, llegan a aceptar la violencia como un modo normal de vivir”.
Por eso, quizá, dice el coordinador del Colectivo contra la Tortura y la Impunidad, Enríquez Sam, los ejecutores han comenzado a enfocarse en producir daño emocional.
El oficio de dañar
“Lo que ha sucedido y no está fuera de los ámbitos del conocimiento es el asunto de que la violencia sicológica tiene mayor efecto traumático y mayor permanencia en el ser humano. Entonces, los efectos de la búsqueda de violencia sicológica o más bien de daño sicológico en la persona es, más que matarla, dejarla dañada sicológicamente, es como morir lentamente”, precisa Enríquez Sam, y añade que “se denigra al cuerpo y a la mente y (las víctimas) quedan muy trastornadas y fáciles de ser presas de cualquier hostigamiento”.
En ese tipo de actos, o en la operación que requiere aniquilar a un adversario con métodos más inmediatos, como dispararle un arma de fuego, la adicción juega un papel fundamental, dice Rueda, porque se provoca daño sin remordimiento. “Lo que ocurre en la mente de este tipo de personas es que percibe a la persona que consideran su enemigo o que ya crónicamente quieren dañar, y entonces la información le llega a la vista y de la vista se va al hipotálamo, que es la parte central de las emociones. Y lo que han descubierto los neurofisiólogos es que en lugar de irse a la parte neurocortical, que está más lejana, se va a la amígdala, y entonces hay una reacción en cascada de hormonas de agresión antes de que yo piense”.
Esto explicaría la frialdad con la que un asesino a sueldo habla de su pasado. “Matar no es sino un trabajo”. Es lo que dijo sobre la actividad que ejerció en Chihuahua y Sonora durante 14 años un sicario retirado en 1993, que reside en Nogales. Se inició con un asesinato en Villa Ahumada, donde nació. Nunca secuestró ni torturó.
Era un tipo invisible justo por común: mediano de estatura, algo pasado de peso, cabello canoso, piel morena como la de cualquiera de los presentes que tuviera 60 años. La forma de su trato, el tono de su voz, sus ropas, todo era ordinario como él mismo. Justo el tipo de personalidad referida por Rueda. Alguien cuyas tradiciones familiares estaban apartadas de su oficio como asesino, de acuerdo con un primo hermano suyo. “Algunas veces llegaba a mi casa (en Ciudad Juárez) antes o después de haber ‘un jale’, y el vato como si nada, jugando con mis hijas y platicando sus rollos”.
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