Celebran su Bicentenario
Juan José Reyes
Lunes 02 de Febrero de 2009
Hace unos lustros los niños y muchachos mexicanos contaban entre sus lecturas al menos algún cuento de Edgar Allan Poe. Así pasó conmigo, que comencé tal vez demasiado pronto a leer los textos de este escritor bostoniano.
Lo cierto es que, ya en la secundaria, lo que antes fue un difuso interés se tornó en una admiración sin reservas. Y no por alguno de sus cuentos precisamente sino por su novela, la única que escribió, llamada escuetamente Aventuras de Arthur Gordon Pym
En aquella obra no estaba el Poe analítico, deductivo e increíblemente eficaz de sus historias cortas, o no lo estaba del todo, pero aparecía con una fuerza enorme el verdadero Poe, presente desde luego en los cuentos.

Quiero decir que aparecía el Poe creador de atmósferas y el Poe capaz de transmitir una visión del mundo en que se mezclan de manera prodigiosa lo romántico y lo moderno.

El escritor, como dice Borges, quiso sobre todo ser poeta y ganó la inmortalidad gracias a sus narraciones. Fue también un crítico sagaz, fino y nada condescendiente.
La escritora mexicana María Elvira Bermúdez, también narradora y crítica, recordaba, por ejemplo, lo que dijo Poe acerca de Nathaniel Hawthorne: “Mr. Hawthorne —escribe Allan Poe en Marginalia— es uno de los pocos cuentistas americanos que el crítico puede elogiar con la mano sobre el corazón.
No siempre su tema es del todo original (y ni siquiera estoy seguro de que no haya tomado prestadas una idea o dos de un caballero a quien conozco bien, y que se siente honrado por el empréstito), pero su modalidad es siempre en absoluto original. Su estilo, aun cuando nunca vigoroso, es la pureza misma
. Su imaginación es rica. Su sentido del arte, exquisito, y su habilidad de ejecución muy grande.

Tiene poca o ninguna variedad de tono.
Aplica la misma manera, brumosa, sugestiva y ensoñadora, a todos sus temas, y aun cuando cree que se trata del genio más auténtico que nuestra literatura en conjunto posee, no puedo evitar considerarlo el amanerado más desesperado de sus días.”
El camino del “sí pero no” le sirve al crítico para poner en su lugar a su colega. Pega y acaricia, y siempre recuerda o al menos hace ver que mira al otro autor desde arriba, poco o mucho, como en este caso: el caballero al que habría copiado Hawthorne es el propio Poe.
Bermúdez recuerda también que Edgar Allan Poe “era un espíritu por demás independiente. Orgulloso. Insociable.”
A partir de este modo de ser, es lo cierto, no es difícil entender que el escritor se haya pasado la vida en busca de mujeres. Las encontró, también es cierto, pero no siempre oportunamente.

Poe nació en Boston, centro del puritanismo de una nación recién inaugurada. Sus padres fueron actores teatrales, y pronto emigraron, unos años, a Inglaterra, país que Poe siempre prefirió antes que el de su nacimiento
. Y nunca sería un puritano, aunque sí tuvo un espíritu dogmático, distante del planteamiento de dudas. Recibió en su seno aquel espíritu la idea, muy viva, del Diablo, y el terror fue un campo natural de sus divagaciones.
Casó con Virginia, su prima hermana, cuando ella era casi una niña. Enviudó poco después de que Virginia comenzó a sufrir tuberculosis.
Luego, seducido por una doble o triple imposibilidad (recuperar lo que nunca se tuvo) busca a antiguas amigas, ya casadas, ya viudas.

Se ha hecho célebre su alcoholismo. Lo aquejó desde la juventud, y de seguro fue lo que lo llevó a otros excesos, principalmente el consumo de opio
. Se ha repetido que su genio no sólo se avino bien a aquellas compañías sino que se iluminó merced a ellas.
No parece probable que haya sido así. Con lastimosa frecuencia, Poe fue hallado en condiciones terribles en las calles o en tugurios de mala muerte (auténticos antros, no como los de nuestros días, bares o discotecas que por extraño esnobismo son llamados así).
Lo probable, en cambio, es que el alcohol haya minado la energía creadora del escritor, y haya contribuido no nada más a su muerte sino también a largos periodos de angustia. Pero, además y sobre todo, los textos de Poe sobresalen por su lucidez, por su impecable inteligencia estructural, por la elegancia de su estilo y por su capacidad analítica.
¿Obras de un ebrio? No lo parecen. Y así lo subrayarían estas palabras autocríticas: “La mayoría de los escritores —y los poetas en especial—, prefieren dar a entender que componen bajo una especie de espléndido frenesí, una intuición extática, y se estremecerían ante la idea de que el público echara una ojeada a lo que ocurre en bambalinas, a las laboriosas y vacilantes crudezas del pensamiento, a los verdaderos designios alcanzados sólo a último momento, a los innumerables vislumbres de ideas que no llegan a manifestarse, a las fantasías plenamente maduras que hay que descartar con desesperación por ingobernables, a las cautelosas selecciones y rechazos, a las penosas correcciones e interpolaciones…”.

Sólo un hombre lúcido podría trabajar así. Y Edgar Allan Poe lo fue de modo prodigioso. Vivió para la literatura, lo que significa que vivió para leer y escribir principalmente.
Como vimos antes, la “vida literaria” le interesó poco o nada, en cuanto a las relaciones personales, las amistades y las conquistas. Su trabajo fue escasa y muy injustamente valorado por sus contemporáneos.
De fortuna, nada. La muerte de su esposa y prima Virginia terminará lanzándolo hacia el despeñadero anímico y físico.

De pocos escritores ha de decirse que son fundadores de géneros. Poe es uno de ellos. María Elvira Bermúdez afirma que Edgar Allan Poe “no fue únicamente el progenitor de Dupin [gran personaje seductor], fue el creador de todo el género llamado policiaco, detectivesco, terrorífico y misterioso”.
Su influjo se ha extendido sin parar desde su tiempo, desde que fue descubierto a los ojos de públicos amplios por Charles Dickens y Charles Baudelaire. Y entre los seguidores hay nombres muy ilustres, como los de Julio Verne, Villiers de l’Isle-Adam o Guy de Maupassant.
En la obra de Horacio Quiroga aparecen temas y procedimientos fantásticos que recuerdan al escritor bostoniano, como en Los buques suicidantes, concebido luego sin duda de la lectura de las Aventuras de Arthur Gordon Pym.
En México, el poeta y prosista Amado Nervo leyó con atención y devoción a Poe, como lo prueban algunos textos: Amnesia, El donador de almas y El sexto sentido.

Poe vivió su último tiempo sufriendo. Lo vencieron el alcohol y el opio. No pudo nunca recuperarse de la muerte de Virginia.
Murió en la bella ciudad de Baltimore, sin saber que su poema “El cuervo” y un buen número de cuentos suyos serían leídos con sobrecogimiento, admiración, amor, deleite por miles y miles de niños, muchachos y señores (y sus correspondientes femeninos, claro).
Fue un hombre de genio, de inteligencia matemática y de mirada y mano artísticas. Vivió casi siempre atormentado. Sus mundos son la mezcla, en claroscuros fantásticos en más de un sentido, de aquellos poderes y de aquellas tribulaciones.

Una forma barata y buena de acercarse en México a los textos de Edgar Allan Poe está en los volúmenes que la recoge en la benemérita colección Sepan Cuantos… de la Editorial Porrúa.
 
 

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