Macabro destino y una voz de esperanza
Raúl Héctor Campa García
Jueves 05 de Novimiebre de 2020

“De hecho, no recuerdo haber nacido, debió haber ocurrido durante una de mis borracheras”.

 "Pienso que, interiormente, existe una considerable gama de imágenes y sentimientos que rara vez es demostrada en la vida cotidiana… Cuando estas regiones de imágenes y sentimientos se exteriorizan pueden adquirir formas perversas". Jim Morrison (1943-1971). The Doors.

 

Macario, era un joven “nini-nin”, de esos que ni estudian, ni trabajan y ni lo intentan. Estudió la preparatoria, dejándola trunca. Se dedicaba a disfrutar la vida de gorra “pa atrás”. 

Con sus padres tenía seguro el techo, sustento y una raquítica mesada. Algunos amigos de ocasión que tenía, le financiaban sus fantasmagóricas y dionisiacas tertulias. A sus 30 años de edad, realmente no había realizado nada productivo, solo era él y sus egoístas cosas personales. La familia le tenía un lastimoso amor, qué, él no correspondía. Solo era él y nada más él, en su marcado y torcido hedonismo.

Alto delgado y demacrado, por el tren de vida que llevaba. Ciertas partes de su piel estaban tatuadas, sus persistentes ojeras por sus desvelos y vicios, parecían que formaban parte de aquellos “tattoos”. Dormía de día, por su continuo trasnochar. Su falsa sensación placentera se debía a sus adicciones adquiridas a temprana edad, motivo del abandono de sus estudios y de su personal desinhibición, que, a su edad, no solo le estaban produciendo trastornos orgánicos, también mentales.

La intención de sus padres fue siempre ayudarlo por el amor que le tenían desde que nació. Cuando se enteraron del problema, lo llevaron a terapias costosas durante algunos años; con alegrías pasajeras al creer que la rehabilitación en él era una realidad. Las recaídas eran recurrentes por uno de los principales motivos: nunca se apartó del medio donde adquirió su apego a las drogas. En cada regreso después de varios meses de rehabilitación -según sus padres- lo festejaba con sus “verdaderos amigo” en desenfrenadas reuniones. 

Los intentos de recuperación terminaban - guardando la debida proporción- como aquellos niños desnutridos que tras una larga hospitalización para combatir su padecimiento primario -por falta de nutrientes en su organismo- y posibles complicaciones, sobre todo infecciosas; al darlos de alta en franca recuperación, regresaban al mismo hábitat familiar, a la deprivación social, en ocasiones con inmoralidades tanto sociales como gubernamentales. Niños que, en cada recaída, reingresaban al hospital en estado grave a veces irreversible. 

La desnutrición primaria forma parte de la patología de la pobreza, que persiste en el mundo; patología que ha sido difícil erradicar ¿será por la falta de voluntad de la sociedad y gobierno? SI. 

La drogadicción no es privativa de ningún estrato social, aunque la vulnerabilidad a ella es más probable en la pobreza. La jauría con que aullaba Macario era con gente proveniente de clase media-alta.

La familia de Macario, era de posición social clase mediera, que con grandes sacrificios costeaban los gastos para procurarle la rehabilitación anhelada por sus padres. Aquel, hipócritamente aceptaba las terapías, pero sin convicción para lograr su recuperación; le faltó la voluntad que hacía tiempo había perdido. Solo las aceptaba como una tregua que su mismo organismo le pedía a gritos, pero que además la utilizaba para hacerse de recursos económicos que sus padres le ofrecían cada vez que, esperanzados veían en él algún vestigio de recuperación, era una compensación que el ansiosamente esperaba, para ir tras la reincidencia habitual.

El viacrucis que sufría sus padres era como estar en constante perplejidad ante el infierno en que vivía el hijo, sin poder entrar a rescatarlo. Habían intentado por todos los medios a su alcance, para desprenderlo de las garras del vicio, de esa vida sin razón en que estaba empantanado su hijo. Macario fue hijo único; la felicidad de su nacimiento fue lo mejor que como pareja les pudo pasar; en él se concentró todo el amor que una madre y un padre pueden dar. Todo marchaba bien en esa pequeña pero feliz familia; sin imaginar que los demonios rondaban en sus vidas. Repetidas veces ellos se preguntaban ¿En dónde y en qué momento fallamos? Si todo le habían concedido, por qué nos sucedió esto a nosotros -frecuentemente se cuestionaban los padres.

Al principio la aceptación de la terapia, por su minoría edad fue forzada – tenía 15 años-, hasta que aprendió con los años a manipularlas. Pero a pesar de todo, el cariño de sus padres nunca decreció, era un amor filial conjugado con misericordiosa lástima. No se explicaban como aquel niño que fue la alegría del hogar se estuviera convirtiendo en un ser sin alma, en un organismo autómata, programado para su autodestrucción, desprovisto de virtudes y de valores morales básicos de un ser humano, su desamor así mismo, ciego ante el sufrimiento de sus seres queridos. Un ser sin voluntad para poner un alto a su desenfrenada existencia. Las deserciones a las terapias fueron repetidas. Problema muy frecuente en las personas con adicciones, los expertos hablan que más del 60% de los que presentan cronicidad en este problema desertan a la ayuda que se les brinda.

Tres caminos le esperaban si seguía con ese ritmo de vida, le comentaban sus médicos tratantes y algunos familiares: Uno, era los ingresos frecuentes a un hospital para combatir las enfermedades orgánicas a que estaba expuesto. Dos, el enclaustramiento en un nosocomio de pacientes con trastornos mentales y, Tercero y último, lo que irremediablemente pasaría a corto plazo; el cementerio por una muerte prematura. Nunca lo quiso entender, o si lo entendía no le importaba, por el placer y las alucinaciones persistentes que le provocaba drogarse en compañía de sus supuestos “amigos”. Su percepción influenciada por las drogas, era sólo vivir esos momentos convertidos en aquelarres o pandemonios, de constante psicodelia.

Pasaba el tiempo y las esperanzas de su rehabilitación se desvanecían cada vez más. Sus padres sólo lo observaban salir de su cuarto por las tardes noches; a su madre le ganaba el cansancio diario que le ocasionaba la espera del momento en que regresaría a su hogar, a su cuarto. Mientras, ella rezaba para que llegara con bien. Nunca lo veía entrar, porque el sueño la vencía; el padre; estaba enfermo. Macario no se dignaba a preguntar por él. El contacto familiar se fue perdiendo con el tiempo. Ahora su “familia” era sus “amigos” de francachelas. 

Él tenía llaves de la casa y de su cuarto, donde se encerraba a dormir todo el día. Antes de salir, cuando empezaba a oscurecer, comía algo de lo que su madre le deja en el refrigerador o en la mesa, a propósito. 

En una de esas frecuentes salidas, Macario no regresó a casa. Su angustiada madre, preocupada por él y por la enfermedad de su esposo, realizó llamadas a la Cruz Roja, lo reportó a la policía del lugar, lo buscó en varios hospitales, pero nadie le daba razón. 

Por mera coincidencia, una trabajadora social que lo conoció en una ocasión que fue internado como consecuencia de un síndrome de abstinencia, en una Institución de Salud, se ofreció a ayudar a la angustiada madre para localizar a su hijo. Efectivamente, le informaron que él se había marchado de la ciudad con un grupo de amigos, desconociendo el rumbo que habían tomado. Nadie de los familiares de esas otras personas supo hacia dónde se dirigieron. Solo supieron que viajaban con mochila al hombro sin destino alguno. La madre dio gracias a Dios, porque estaba vivo. Expresión que escuchó la trabajadora social y en silencio ella misma se cuestionó y a la vez se contestaba ¿vivo? Ese muchacho es un muerto en vida desde hace años. Desde entonces, comentando el caso con unos de los médicos que lo atendieron en una de sus tantas hospitalizaciones; habían concluido con un fatal pronóstico: Adicto de difícil recuperación. Recordó.

Seis meses pasaron, que no se sabía del paradero de Macario. Una fría tarde de noviembre, un hombre desaliñado, con el cabello largo y sucio, su aspecto demacrado, taciturno, con la vista perdida; se bajaba de un autobús de pasajeros de segunda clase, en alguna parte de la ciudad de la que en esos meses se había ausentado. Se encaminó con paso lerdo hacia algún lugar que conocía perfectamente bien a pesar de su obnubilada mente. De repente detiene sus pasos, y empieza a hurgarse en sus bolsillos del viejo saco que le quedaba demasiado holgado, para posterior buscar en las bolsas de su mugroso pantalón; de una de ellas, extrajo unas llaves. Eran las de su casa, que, desde hace mucho, por la edad de sus padres, se la heredaron en vida. Retomó su andar dirigiéndose por inercia al lugar deseado. En un noble flashazo de lucidez, pensó que estarían sus padres esperando a que retornara, como siempre los hacían. 

Le entró cierta ansiedad reflejada por sentir rápidas palpitaciones en su pecho, aceleró sus pasos; algo en su interior le urgía para llegar al hogar, a su familia, con sus padres; su verdadero hogar que hace mucho tiempo, a pesar de vivir bajo el mismo techo, había abandonado. 

Llegó a su destino, su optimista pensamiento en ese momento se reforzó, al ver el jardín exterior de su casa arreglado, limpio y con las mismas plantas que mucho cuidaba su madre -recordaba- regándolas todos los días. Las cortinas de las dos ventanas que estaban una a cada lado de la puerta del hogar, estaban en su lugar, eran las de siempre; no se podía ver nada al asomarse desde el exterior, no había luces encendidas, solo una penumbra, luz procedente del poste de la calle que acababan de encender. Introduce la llave para abrir la puerta principal, percibiendo un gélido viento en su cara. Ya dentro de la casa cierra con llave la puerta, observa que los muebles de la sala estaban cubiertos con sábanas blancas, excepto uno; aquel sillón donde su madre siempre se sentaba, dormitando; como cuando él llegaba de compartir sus orgiásticas y cotidianas trasnochadas. 

Ya llegaste hijo, gracias a Dios - escuchó la trémula voz de su abnegada madre- Sí mamá, duérmete – él le contestó en voz baja. Duerme hijo, descansa, has de venir cansado de tus viajes, ven, ven para darte un beso hijo, ven, ven con tu madre – siguió escuchando en la penumbra de la sala, la temblorosa voz de su madre-ven, no temas a tu enfermedad, ni a más angustias ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?, tu padre también te está esperando, está descansando allá – miró como el dedo índice de su madre apuntaba hacía arriba, la  planta alta de la casa, donde estaba su recamara (la de Macario). 

Era la primera vez en mucho tiempo, que tenía un diálogo con su madre. Ve con tu padre -siguió diciendo- se alegrará de que hayas regresado a nuestra morada. Él te ha perdonado hijo, sólo ve y abrázalo. 

Se dirigió a la recamara de su padre, que estaba en la planta baja, creyó que, por la somnolencia de su madre, se había equivocado al dirigir el dedo hacia arriba. Abrió despacio la recamara de su Padre, percibió un olor a viejo, sintió un fino polvo acumulado. Trató encender la luz del cuarto, percatándose que no había luz, se acercó a la cama, y a través de la penumbra observó que estaba impecablemente tendida todo en orden, no encontró en ella a su Padre. Papá, papá – lo llamó varias veces- se dirigió al baño, pensando encontrarlo allí. Nadie respondió. 

Regresó a la sala con una exacerbada palidez en su rostro, un sudor frio le escurría por la misma cara, miro a su madre que le sonreía tiernamente ofreciéndole sus brazos. 

Madre, mamá ¿dónde está mi padre? – ven hijo mío yo te llevaré a sus brazos. 

Él extendió sus manos para ir al encuentro de su madre: repentinamente sintió un fuerte dolor que le oprimió el tórax, la frialdad le recorrió todo su cuerpo, cayendo a un lado del sillón donde su madre lo esperaba con el amor de siempre … solo alcanzo extender uno de sus brazos intentando asirse a la mano de su amorosa madre. Al final balbuceó, con trémula voz…perdón...ma…

Al siguiente día muy temprano, iniciaba su rutina que había prometido al viejo matrimonio que habitaba esa casa, hacía varios años, el vecino de al lado; barría la banqueta, regaba y podaba las plantas del Jardín externo de aquella casa abandonada, donde los dos ancianos antes de morir, le habían encargado esa tarea en espera de su hijo. Hijo que pronto regresaría de un largo y penoso viaje.

El Padre había muerto al mes de que Macario abandonó la ciudad y la madre hacía un mes que había fallecido en un solitario cuarto de un hospital.

Nunca perdieron la esperanza del regreso del hijo pródigo.

 

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