En mil novecientos cincuenta y siete, mi hermano Juan, un primo y yo, estirábamos el cuello a más no poder con la mirada de los doce años erguida sobre una tercia de tambos de doscientos litros, y nuestros ojos brillaban como luciérnagas atisbando sobre una barda de ladrillo el technicolor de una película del oeste: Veracruz. Gary Cooper, el cowboy más cercano a nuestra infancia en la pantalla del Cinelandia, un cine a cielo abierto que inundaba la imaginación de la pandilla del barrio con un par de películas cada noche siete días a la semana.
En su pórtico con atmósfera de palomitas de maíz y sus afiches publicitarios, se ausentaba el tiempo de la noches de verano, mientras yo pensaba todo tipo de marrullerías sobre cómo conseguir un boleto para la función del fin de semana.
Para entrar a Galería había que pagar dos pesos por un trozo de cartoncillo gris que la boletera de la entrada cortaba con dedos de prestidigitador y, ya estaba uno sobre una de las gradas de pino marrón que escalaban hasta rematar en un toldo de malla gallinera.
La entrada a Luneta costaba el doble, y podría contar con los dedos las veces que me encontré sentado en una de sus cómodas butacas de asiento plegable.
Mis dos tías mayores vivían con nosotros y eran en mucho cinéfilas, pero no gustaban de las películas de tejanos tanto como nosotros, sus cinco sobrinos, y siempre preferían los romances de Ava Gadner y los claveles de Sara Montiel.
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Para mis hermanos y yo, miembros ilustres de la pandilla del barrio a la vuelta de la esquina, tramar la manera de colarnos en el Cinelandia sin pagar la entrada era una obsesión cotidiana.
Urdimos llegar a la hora del intermedio, comprar cualquier golosina en la dulcería y luego entrar a Luneta aparentando ser una de las personas que habían salido por un refresco para volver a entrar a ver la segunda película; la mayoría de las veces con tan mala suerte que la boletera, una morena mirada de lince y memoria fotográfica, nos pescaba de una oreja y ahí concluía la película.
Lo anterior sucedía entre semana, sin un cinco en la bolsa para comprar una entrada para el cine. Sin embargo, no todo estaba perdido, pues alguno de nuestros amigos mayores, empleado en alguna de las tiendas del Mercado Municipal, no tenía problema para asistir por las noches a la función diaria. En cambio a nosotros --- con una moneda de cinco pesos cada domingo, subsidio semanal provisto por mi padre a condición de asistir a misa --- sólo nos consolaba la narración que algún amigo asalariado hacía de la cinta exhibida la noche anterior.
Alguna vez mi inagotable curiosidad infantil me llevó hasta la puerta entreabierta de la cabina de proyección y, fuera de la vista del cácaro, como un francotirador agazapado en penumbra contemplé por unos instantes la cegadora luz azul del poderoso arco eléctrico: la intensidad de la flama de un soplete de acetileno cientos de veces multiplicada.
Con el paso del tiempo la modernidad se llevó al Cinelandia al cementerio de la demolición en el que fueron cayendo todos los cines populares de la época. Nombres entrañables como el Pitic y el California fueron Celestinas de noviazgos a escondidas en los que el pretendiente no cumplía los requisitos de la familia de la novia.
En tiempo de lluvias, alguna gente acostumbraba llevar consigo un paraguas para protegerse y esperar a que la llovizna terminara, luego podían volver a sus butacas y continuar hipnotizados frente a la imagen en movimiento sobre aquellas enormes pantallas de tabique aplanado con una fina argamasa pintada de blanco.