El Cinelandia (1957)
Armando Terán Ross
Jueves 11 de Marzo de 2021

En mil novecientos cincuenta y siete, mi hermano Juan,  un primo y yo, estirábamos el cuello a más no poder con la mirada de los doce años erguida sobre una tercia de tambos de doscientos litros, y nuestros ojos  brillaban como luciérnagas atisbando sobre una barda de ladrillo el technicolor de una película del oeste: Veracruz. Gary Cooper, el cowboy más cercano a nuestra infancia en la pantalla del  Cinelandia, un cine a cielo abierto que inundaba la imaginación de la pandilla del barrio con un par de películas cada noche siete días a la semana. 

En su pórtico con  atmósfera de  palomitas de maíz y sus  afiches publicitarios, se ausentaba el tiempo de la noches de verano, mientras  yo pensaba todo tipo de marrullerías  sobre cómo conseguir un  boleto para la función del fin de semana.

Para entrar a Galería había que pagar dos pesos por un trozo de cartoncillo gris que la boletera de la entrada cortaba  con dedos de prestidigitador y, ya estaba uno  sobre una de las gradas de pino marrón  que escalaban hasta rematar en un toldo de malla gallinera.

La entrada a  Luneta costaba el doble, y podría contar con los dedos  las veces  que me encontré sentado en una de sus cómodas butacas de asiento plegable.

Mis dos  tías mayores  vivían con nosotros y eran en mucho cinéfilas, pero no  gustaban de las películas de tejanos tanto como nosotros, sus cinco sobrinos, y siempre preferían los romances de Ava Gadner y los claveles  de Sara Montiel.

                                                                                                                2

Para mis hermanos y yo, miembros ilustres de la pandilla del barrio a la vuelta de la esquina, tramar la manera de colarnos en el Cinelandia sin pagar la entrada era una obsesión cotidiana.

Urdimos llegar a la hora del intermedio, comprar cualquier golosina en la dulcería y luego entrar a  Luneta  aparentando ser una de las personas que habían salido por un refresco para volver a entrar a ver la segunda película; la mayoría de las veces con tan mala suerte que  la boletera, una morena mirada de lince y memoria fotográfica, nos pescaba de una oreja y ahí concluía la película. 

Lo anterior sucedía entre semana, sin un cinco en la bolsa para comprar una entrada para el cine. Sin embargo, no todo estaba perdido, pues alguno de nuestros amigos mayores, empleado en alguna de las tiendas  del Mercado Municipal, no tenía problema para asistir por las noches a la función diaria. En cambio a nosotros --- con una moneda de cinco pesos cada domingo, subsidio semanal provisto por mi padre a condición de  asistir a misa --- sólo nos consolaba la narración que algún amigo asalariado  hacía de la cinta exhibida la noche anterior. 

Alguna vez mi inagotable curiosidad infantil me llevó hasta la puerta entreabierta de la cabina de proyección y,  fuera de la vista del cácaro, como un francotirador agazapado en penumbra contemplé por unos instantes  la cegadora luz azul del poderoso  arco eléctrico: la intensidad de la flama de un soplete de acetileno cientos de veces multiplicada.

Con el paso del tiempo la modernidad se llevó al Cinelandia al cementerio de la demolición en el que fueron cayendo todos los cines populares de la  época.  Nombres  entrañables como el  Pitic y el California fueron Celestinas de noviazgos a escondidas en los que el pretendiente no cumplía los requisitos de la familia de la novia.

En tiempo de lluvias, alguna gente acostumbraba llevar consigo un paraguas para protegerse y esperar a que la llovizna  terminara,  luego podían  volver a sus butacas y continuar hipnotizados frente a la imagen en movimiento sobre aquellas enormes  pantallas  de tabique aplanado con una fina argamasa pintada de blanco.

 

 
 

Copyright © 2006-2025. Todos los Derechos Reservados
InfoCajeme
www.infocajeme.com