(1954)
1
En tiempo de calor los paleteros sudaban a chorros empujando por las calles de la ciudad su carrito de paletas.
Una paleta con sabor a fruta era a lo único a lo que mis siete años podían aspirar, pues las de leche ylas esquimales forradas de chocolate eran más caras y sólo los chamacos del barrio con mamás más blandas que la nuestra podían aspirar a estas delicias congeladas.
Un día de esos, a la hora de la canícula apareció por el barrio un paletero. Enseguida iniciaron las peticiones de mis cuatro hermanos y yo para que mi madre nos comprara una paleta; pero ella, inconmovible, no soltaba prenda ni delataba con algún gesto su disposición de abrir el pequeño monedero café tan bien conocido por mis hermanos y por mí pues era el blanco de nuestras raterías infantiles.
Tras un tiempo de agonía el codo de mi madre al fin cedió cedió ante su norteño amor filial y llamó al señor del carrito de paletas para que se arrimara a nosotros. Enseguida, pagó una paleta de tamarindo.
Asombrados, mis hermanos y yo seguimos con mirada anhelante aquel rectángulo color marrón que pendía de la mano de nuestra progenitora. Escarchada, la paleta prometía un oásis de hielo y de sabor bajo los cuarenta grados que nos empapaban de sudor la camiseta.
2
Enseguida, entramos en la casa dejando la protección de la sombra de las cuatro plantas del hotel vecino.
Una vez en casa sentados a la mesa, mi madre dijo con la solemnidad con la que se reparte la comunión en la iglesia: ---denle una mordida uno por uno---, y mientras ella supervisaba aquel sui generis reparto del gasto familiar, la paleta de tamarindo iba destilando gotas de gélido almíbar a medida que recorría una y otra vez su periplo: los paladares de cinco niños deleitados con el dulce frío de una paleta de tamarindo.