1961. Señores les contaré
Armando Terán Ross
Sábado 07 de Agosto de 2021

Sorbo a sorbo bebo la humeante taza de café. Su sabor tiene muy poca o ninguna semejanza con el colado de mi infancia. Las conchas de pan dulce que me ha servido Mariana, son un remedo de las que mi mamá me enviaba a comprar todas las tardes a las cinco en "La sin rival". La soledad, sentado a la mesa de este restaurante a las ocho y veinte de la mañana, se la debo a un ocupado amigo que faltó a la cita. Desde luego esta historia no guarda ninguna relación con esta situación, y es, ni más ni menos, otra crónica rescatada de la memoria infiel; ¿cuál? A decir verdad no lo sé aún, pues apenas acabo de pensar en escribirla; pero bueno sería aquella del profesor Barajas, la secundaria Campoy, el aula de la clase música, como un furgón de ferrocarril donde nos enchiqueraban a todos, más bien parecía un almacén olvidado. Y lo era, cachivaches empolvados por aquí, utensilios de aseo aglomerados en una esquina, pupitres en desuso almacenados por allá...

En esta aula improvisada, el viejo Barajas nos ponía a un compañero y a mí, a sostener por sus extremos una enorme y delgada regla de madera. Sobre sus bordes, el profe se apoyaba para pintar con su tiza, sobre el inmenso pizarrón, las cinco líneas del pentagrama en el cual dibujaría las notas a estudiar en su clase. —¡Mexicaaanos al gritooo de gueeeeerra...! Su voz sonaba como surgida del fondo del impresionante barril de su barriga.

Entre bocanadas de humo, pesadamente, el maestro se acercaba y a escasos centímetros de mi oído roncaba la melodía enseñada. Su aliento hedía, fumaba como desesperado; al menos debió haber muerto de cáncer. Alguna vez, uno de los alumnos de los pupitres del fondo, le mentó la madre a otro compañero. Barajas de inmediato envió por Tacho, el prefecto, y sin perder su parsimonia, expuso tonante el insulto cometido. —¡Aquí se cayó una viga, profesor! Tacho lo miró estupefacto; luego examinó con cuidado el techo de aquel último salón al poniente de la escuela donde Barajas impartía su clase, porque, —¡música era el arte de bien combinar los sonidos con el tiempo!— ¡Cof cof cof! La perra tos no lo dejaba en paz ni un minuto, y exhalaba y exhalaba humo y más humo, Raleighs, Alas, Delicados... Ya entrado en años, un poco mulato, dueño de una gran calvicie y de unos ojos algo saltones, en casa de Juan, el organista de la capilla, alguna vez lo miré extraer de una gran funda de lona verde su amado cello para hacer dueto con Juan al piano. A la mejor Licha, la esposa de Juan, lo recuerda. A mí, entonces un estudiante de secundaria, sólo algunas piezas de la música clásica me impresionaban. En cambio, Popotitos sonaba como nunca, Bach, Beethoven, Mozart, deberían esperar algunos años; buen rato, como decimos.

No recuerdo que Barajas haya reprobado a nadie, a la mejor y sí, pero eso al parecer, no le importaba mucho; en tanto él siguiera hablando y hablando durante su clase: ¡Palestrina!...

¡La polifonía! Al Aletas, al Perico, sólo el béisbol... El billar del Recreativo de la Puebla. El profe Guerra cada fin de año atiborraba con hexágonos de la química del carbono el pizarrón del auditorio, y la Macuchi aplicaba disciplina expulsando de la clase —¡Buena vida!— para que salieras del salón a tirar la goma de mascar fuera del aula, —¡Sí allá... lo más lejos posible, buena vida!—, donde los retorcidos pinos de reseca corteza se unían con las piletas de cemento, rellenas no de agua, sino de tierra seca, en el inmenso patio de aquella madre secundaria, donde Cheyel Villegas impartía clase de matemáticas una vez al año, y Rentería nos hacía pensar en la cinemática newtoniana, sobre la cual simplemente me reprobó. Conchita, la grandota, tiraba con su agudeza las grandes orejas de sus fatuos adolescentes, quienes jamás la comprendimos enajenados de bicicletas y futbolito; el esbelto ángel de la miss Gálvez y su voz más delicada sin las erres, paciencia de Job tras los eternos cristales de sus lentes; Manuel García y su simetría matemática, —se chale o lo chaco—, y nos sacaba de la clase, no había engaño; Corona, delgado, chaparrito, algo oriental, moreno y espigado, como la recta impecable que de espaldas al grupo, trazaba con la tiza de arriba abajo del pizarrón para ilustrar el fenómeno de física por el cual nos iba a reprobar en el próximo examen.

El Cuadrado se había echado ya todos los ejercicios de Tensión Dinámica de Charles Atlas, y Padilla deambulaba como siempre con su delgada estatura por corredores y pasillos. El Jerry, con el pelo pintado de güero, iba de un lado a otro convenciendo a los maestros, de que él, no tenía por qué estar en una escuela de pelafustanes. El panadero Álvarez había mandado grabar las iniciales de su amor platónico, MOB, sobre los costados de sus botas vaqueras y no cesaba de frotarlas con la franela que nunca faltaba en la bolsa trasera de su pantalón dominguero, el mismo que vestía para hacer ronda con el Conejo y el Puebla, dos panaderos de la panadería de su papá.

Ya para la cuarta hora de clases, el Biluchi deliraba imaginando el bistec con papas que lo esperaba al llegar a su casa, y yo montaba una bicicleta para no caminar más desde la plazuela hasta la calle doscientos, donde se encuentra aún la Campoy, aquella escuela secundaria donde una vez escuchaba al profe Guerra dar su clase en el laboratorio de química, y como un rayo sin tormenta, en aquel día soleado y caluroso, una gran nube blanca levantó su inmenso puño de cal hacia el cielo. Yo, atónito, la contemplé a través del ventanal del segundo piso. Y en mi mente se desnudó la realidad irrefutable: también un edificio con la avanzada arquitectura de los talleres del naciente Instituto Tecnológico del Noroeste, podía desplomarse en un instante.

 
 

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