1953. La escritura a mano en esos años
Armando Terán Ross
Jueves 26 de Agosto de 2021

En la primaria del Colegio Sonora, la mañana de verano despuntaba muy temprano sobre los salones de clase. Dentro de las improvisadas aulas reinaba el olor al cedro de los lápices. Muy pronto el ardiente sol llegaba al cénit. Sin ventiladores eléctricos ni aire acondicionado, el olor de los lápices se mezclaba con el aroma del sudor en nuestra ropa empapada.

Una veintena de niños, sentados en rústicos pupitres, sacábamos punta con un cortaplumas, mientras con el rostro casi untado a la hoja del cuaderno garabateábamos la incipiente caligrafía. Gotas de transpiración caían como lunares sobre el rústico papel del cuaderno. Ese olor tan característico que respiraba uno en cuanto entraba en un aula quedó para siempre asociado en mi memoria al recuerdo de aquellos rústicos salones dedicados a transformar un montón de críos estridentes en personas de bien.

Entonces el lápiz y su mina reinaban sobre el papel donde cada alumno trabajaba arduamente con ambos extremos. Su borrador de goma padecía de corta vida, y en la la mayoría de los casos no había más remedio que desprender del cuaderno la hoja completa. Sobre las toscas hojas de aquellos cuadernos baratos cuyo papel se perforaba con facilidad, a mis seis años yo garabateaba una y otra vez tembleques ejercicios caligráficos para lograr la soltura de mi torpe mano guiada por la rubia maestra de Kínder.

En esos años el bolígrafo se encontraba en el sueño de los inventores, lo más usual era utilizar una pluma fuente con una plumilla de buena calidad para evitar el desgarramiento del papel sobre el que se escribía. Mi papá tenía varios de estos elegantes instrumentos para escribir a mano, los cuales contenían no sólo un depósito para almacenar la tinta en su interior, sino todos los adelantos tecnológicos de la época. Sin embargo, un buen lápiz era suficiente para cualquier niño de primaria como yo.

A veces observaba como mi mamá escribía con uno de ellos una cursiva elegante y ligera que ella llamaba Palmer, lo cual a mí me parecía lo más natural, pues entonces lo más avanzado debía ser made in USA. Este estilo cursivo pronto desapareció para dar paso a la tortura de la letra de molde. 

Mi padre en cambio, debió haber sido calígrafo. No parecía escribir, sino dibujar. Su estilizada caligrafía llena de arabescos y circunferencias, mostraba una elegancia de amanuense y una legibilidad sin tacha. Recuerdo sus anotaciones en el libro de contabilidad, sus números ordenados y perfectos, sus grandes caracteres de esquinas redondeadas, y las

franjas de papel separadas por rayas verticales azules y rojas que se extendían a lo largo de la página del grueso volumen como si fueran pistas de aterrizaje colocadas una junto a otra, para asegurar con firmeza los ligeros signos de las cifras, en ocasiones tan sólo separados por una gran coma, iniciada en la parte superior con la esfera azul que más parecía una nota musical de la cual pendía un pequeño gancho curvado hacia abajo, como si el signo de la coma resintiera el esfuerzo de contener la presión del ariete de dígitos que le antecedían en su desbocada carrera hacia el extremo de la hoja.

En las fracciones decimales, los dígitos parecían separados contra su voluntad por un punto insignificante y definitivo, quien como un juez incorruptible decidía cuáles eran enteros, y quienes fungían sólo como aproximaciones de cierta cantidad, con la teórica esperanza de que en su infinita proliferación, alguna vez llegasen a ser los representantes indiscutibles de la cantidad exacta.

Mi padre no dejaba lugar a dudas. Era obvia su satisfacción cuando usaba su pluma fuente. Ésta, bien podía ser una Parker de estilizado cuerpo azul y casquillo niquelado, con la característica flecha como seguro de enganche a la tela de la bolsa de su camisa; o bien, una Sheaffer de color marrón y tapa dorada, tan imponente qué, escribir con ella, era para mí casi un ritual sagrado y peligroso, pues en un fatal descuido la pluma podía resbalar de mi mano y caer al suelo arruinando la punta de la plumilla chapeada de oro.

Estos finos instrumentos de escritura no se caracterizaban por ser baratos. Nosotros, pigmeos ocupantes de un pupitre de primaria, sólo podíamos soñar con tener unos de estos increíbles instrumentos para presumir con los compañeros. Sin embargo, mi madre tuvo la gentileza de regalarme una Esterbrook de cuerpo marrón y gancho dorado cuando cumplí los nueve.

Mi maestra de tercer año, tan pronto me vio escribiendo con esta maravilla sobre el rústico papel de mi cuaderno, sentenció que no me duraría mucho el gusto. Su terrible profecía pronto se cumplió. A los días mi flamante pluma fuente fue a dar al suelo con su magnífica punta de metal dorado, y ahí concluyó mi primer intento de imitar como amanuense a mi hábil progenitor.

Sin embargo, por mucho tiempo seguí hipnotizado con la escritura de mi padre, admirando las extensas hileras de letras color azul cielo que él desenrollaba con mano de calígrafo a lo ancho de la página; de igual manera, observaba ensimismado los rituales de limpieza y de llenado de tinta tan necesarios para mantener el buen funcionamiento de aquellos delicados instrumento; por ejemplo: una vez agotada la tinta almacenada en el depósito interior de la pluma, mi papá extraía del cajón de su escritorio un frasco de cristal con el espeso líquido azul marino. Oloroso y volátil, al destapar el frasco emanaba de él un aroma inconfundible.

Para cargar de tinta la pluma Sheaffer, una especie de aguijón, hueco en su centro, era desplegado bajo el cilíndrico vientre de baquelita, soporte de la dorada plumilla metálica de la pluma. A medida que mi padre hacía girar el extremo posterior del instrumento, aquel proceso cobraba ante mi fantasiosa mirada infantil la forma de un raro insecto de cuyo cilíndrico vientre emergía la fantástica cánula de succión.

Una vez repleto de tinta el vientre de la pluma, mi padre hacía girar en sentido contrario aquel mecanismo y la cánula retráctil volvía a desaparecer dentro del ahusado cuerpo de la pluma fuente como si no hubiese existido jamás. El frasco de tinta poseía también un compartimiento superior que se llenaba de líquido cuando el frasco era invertido; de esta manera, no era necesario introducir la pluma completamente dentro del frasco, ya que la tinta podía succionarse desde este compartimiento especial. En ocasiones la tinta no secaba tan rápido como debía, entonces era necesario utilizar como secante un trozo de tiza o un papel especial. 

En aquellos años todo documento escrito a mano que se preciara de tener valor legal se encontraba escrito con una pluma fuente. Actas de nacimiento y de matrimonio de la época lucían la caligrafía de la persona a cargo de esta labor sin posibilidad de correcciones. El corrector líquido era aún la fantasía de algún inventor incomprendido.

Los primeros bolígrafos aparecieron a la venta en las papelerías de la ciudad con el nombre comercial de Pluma atómica. A tan sólo unos cuantos años de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki toda tecnología avanzada debía de ser atómica.

De alguna manera, en esos días logré obtener de mi padre el dinero necesario para hacerme de una de estos pioneros bolígrafos. Su calidad no era buena y derramaba tinta con mucha facilidad, embadurnando dedos y papel con una pasta espesa y pegajosa imposible de eliminar.

A pesar de mi gusto crónico por las plumas fuente, hoy prefiero el bolígrafo más económico, pues lo más probable es que antes de terminar su dotación de tinta, este se encuentre en las manos de la persona que simplemente olvidó regresármelo.

 
 

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