Aunque la fila era muy larga, finalmente entramos al sembrado enorme de butacas del Cine Cajeme.
Por primera vez varios amigos del barrio conseguimos boletos para ver actuar a nuestros ídolos de las baladas y del rock de los sesenta.
Es la función vespertina; en la Caravana vienen Enrique Guzmán, Los Rogers, Los Xochimilcas y una selección de estrellas del cine nacional y cantantes hoy en las alturas de la farándula; pero el momento para estirarse y levantar la cabeza sobre la media luneta frente a nuestros a nuestra adolescencia provinciana, será el mismo en que unos Apson que no bajaban de la radio Atrás de la raya pisarán el escenario con telón plegadizo y rojo, que se irá abriendo lentamente hasta quedar sus dos mitades a ambos lados de la pantalla panorámica del Cinemascope, la misma que a veces transparenta el león rugiente de la Metro Goldwin Mayer o el logo animado de la 20th Century Fox al inicio de las las cintas creadas por Hollywood .
Probablemente afuera del cine, la Laguna estará ya en vías de velar la noche entre la humedad de sus arboledas, pero para nosotros, chamacos de barrio con nuestras marcas de acné en la cara, expectantes de la presentación del primer artista de la Caravana de estrellas sobre el podium del Cajeme, no existe más sol en este momento que el de la iluminación cinéfila de la encortinada sala de proyección, entrañable todos los días y en especial los domingos tras la misa de doce en la capilla.
Toña "La Negra", José Alfredo Jiménez, Javier Solís, Lucha Villa y otros grandes de una época radiófila y apenas televisiva, dentro de unos minutos tenderán su arte ya aclamado por un público nacional, pero esta vez se dará ante una isla de cajemenses privilegiados que no solo los escucharemos azorados, sino que los veremos actuar dentro de unos minutos en tiempo real, con la mirada de las emociones más atenta que nunca.
A medida que nos abandona la imaginación una melodía de nuestro radio casero o de la rockola de la plazuela, todo se disuelve entre la lluvia de ¡claps! de los aplausos que inician con una timidez que se va desbocando en un rápido crescendo que se desmorona de pronto para volver a replanarnos en el mullido asiento de nuestra butaca, a esperar que el show continúe como si el tiempo fuera eterno y la muerte no existiera.
Para nosotros estudiantes desempleados, la Caravana Corona nunca fue un costo que pudiéramos pagar con facilidad, pero aquella tarde de fin de semana, ahí estábamos formados en una cola que doblaba por la 5 de Febrero, con nuestros boletos apergollados en los bolsillos; segmentos de cartón numerados que la Lucrecia recoge boletos de la entrada duplicará al cortarlos por la mitad.
Cuando los APSON salen al público, enchufan sus guitarras Fender y el bajo Jazz Bass de Raúl al amplificador de la misma marca color beige. Y, ya están a dos voces y coros masivos del público con nuestras rolas preferidas, las que luego bailaremos de cachetito con nuestra primera novia, en la próxima fiesta del barrio.
Esta noche, cuando regresamos a nuestras casas en el callejón, el estómago nos hervía de emociones y palabras cobijadas con canciones que mañana andaremos tarareando todo el santo dia con una guitarra de Paracho entre las manos, de esas que vende mi apá en su tienda del Mercado Municipal.