Una historia cajemense
Sergio Anaya
Domingo 01 de Mayo de 2022

Domingo 22 de abril

Eran las tres de la madrugada cuando alguien tocó con insistencia la puerta de su casa.

Arturo pensó que era su hijo, ya de regreso de la reunión con los amigos y seguramente había olvidado las llaves de la casa. 

No, no era el hijo sino una amiga de la familia y al verla "sentí que el cuerpo se me doblaba, algo le pasó a mhijo". 

La muchacha apenas lo saludó y le pasó el celular, "es mi mamá, te va a hablar". El pánico se apoderó de Arturo cuando la mujer le soltó sin preámbulos: "Tu hijo está bien, estable, en el hospital". Luego una explicación vaga sobre lo sucedido.

Qué tan bien, qué tan estable... Su hijo había quedado en medio de una balacera pero estaba fuera de peligro, sólo con una herida superficial. Qué tan superficial...

Sin respetar altos y semáforos en rojo condujo su auto hasta el hospital, donde ya había ambulancias y patrullas alrededor del área de urgencias.

Arturo estaba en la situación temida por miles de madres y padres de familia cuando sus hijos adolescentes salen a divertirse durante las noches de los fines de semana, inician sus reuniones casi al filo de la medianoche y regresan en el silencio de la madrugada.

No importa la condición social o cultural de madres y padres, la ansiedad es la misma porque los hijos no contestan el teléfono, como si lo apagaran a propósito...  o como si alguien se los hubiera quitado para evitar cualquier comunicación. La angustia corroe y sólo concluye cuando el hijo regresa a casa o llama para avisar que está en un lugar seguro.

Pero esa madrugada de domingo Arturo se encontró de repente en la situación que todos temen: Su hijo estaba herido, fue víctima de la violencia que dispara hacia todas partes y a veces toca a personas inocentes. "Víctimas colaterales", les dicen.

El hijo de Arturo fue uno de los cinco jovencitos, tres hombres y dos mujeres, acribillados esa madrugada cuando iban a bordo de un automóvil con rumbo a una fiesta, desde Esperanza a Casablanca, y en el trayecto un grupo de hombres armados los atacó aparentemente sin ningún motivo. Tal vez porque los confundieron.

El muchacho tuvo suerte, solo un pequeño rozón de bala en el muslo. Otros tres también resultaron heridos. No fue la misma suerte para uno de ellos, un jovencito, el conductor del automóvil, quien murió por los balazos recibidos. La desgracia y el dolor lo alcanzaron a él y a su familia.

"Mi hijo y sus amigos son muchachos sanos, no se meten drogas, pachangueros como somos todos en la juventud, pero pacíficos, sanos", repite Arturo.

Después de la tragedia vinieron las expresiones sensacionalistas en medios. Luego el silencio. Una historia más de las que abundan hoy en Cajeme.

Las autoridades se afanan en acabar con la violencia del crimen organizado y nos aseguran que el índice de homicidios empieza a disminuir. Sí, pero es un descenso leve, aún no modifica la realidad de los años recientes. Sabemos que esto no se puede resolver en unas cuantas semanas, tal vez ni siquiera en unos meses. Queremos que todo esto quede atrás y nos aferramos a las buenas nuevas que traen proyectos de crecimiento económico o a los logros en el ámbito individual y familiar.

Pero cada noche, cuando los hijos salen a divertirse y de repente no contestan el teléfono o nadie sabe dónde están, regresa la angustiosa ansiedad a corroer la paz de madres y padres.


 
 

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