El callejón
Andrés González Prieto
Domingo 15 de Mayo de 2022

No sé a qué edad comencé a conjugar el verbo estigmatizar. Yo, tú, él, ella, ellos, ustedes, nosotros… tú tienes, tú no, ellos tienen, yo, ¡ni pensarlo!

En el callejón, el pavimento aún no pintaba su rostro y envolvía con sus calores.   Los que tenían con qué, se resguardaban de los mosquitos con pabellones del “Blanco y Negro”. Y los que no, Vaporoub o aplausos hasta el enfado.

En el callejón, podíamos hacer churros con el lodo entre los dedos de los pies cuando llovía. Todavía no aparecían los huaraches, y  zapatos, ¡ni soñarlo!

Nuestros chinames, pertenencias, ropa, no competían entre sí para demostrar algo; simplemente existían. Nadie envidiaba la pobreza de nadie y en la desgracia, nadie festejaba la ajena.

En el callejón, en Nochebuena, ante la ausencia de algún Árbol de Navidad,

hacíamos un nacimiento al Niño Dios. Un niño que, como nosotros nació pobre (por eso los quiere tanto, decía el párroco de la Guadalupe), hacíamos lagos poniendo espejos, tapándolos con tierra, adornando el entorno con ramitas. (mientras nuestras hermanas se volvían locas buscando el espejito de la bruja), otros traían los borreguitos, otros el pesebre, la Virgen, San José,  las estampitas de El Santo, Blue Demon y el Rayo de jalisco sustituían a los reyes magos, el burro, el elefante y el camello no podían faltar, hasta un alacrán pasaba, algunas veces, despistado y aprisa, cola en ristre, por nuestro escenario infantil. Todo era diversión, solidaridad… la palabra lástima no existía.

Al Niño Dios nadie le pedía imposibles; sentíamos los límites paternos y siempre apostábamos a la suerte, y si a alguno no le “amanecía” nada, le prestábamos nuestros juguetes por horas, y a algunos para siempre, pues no los devolvían (previniendo el “Día de los Santos Inocentes”).

En Navidad, los niños del barrio nos juntábamos con humilde alegría para compartir nuestros regalos: un trompo, un balero, un carrito de lámina tricolor, una pistola de triquis laminada y sus rollitos de parque (los triquis), un pelotón de soldaditos de plástico atrapados aún en bolsa de red, unos carritos de madera y unas canicas de colores con un “catotón” más grande, ideal para la “güica”. Cualquier carrito de cartón hacía rugir “Run, run, ruuuuuuun” los potentes motores que envidiarían los modernos carros de “en chinga y encabronados” (si no se le puede poner así, pongan Rápidos y furiosos) y qué decir de nuestra imaginaria fuerza aérea ( palos en cruz + imaginación)  con sus motores y ametralladoras “Vocales” hasta la victoria. Las niñas, con sus muñequitas de trapo, sus trastecitos de barro y sus “comiditas” reflejaban el ambiente hogareño  y compartían entre ellas un tutorial en “Chismogradia”, del cual muchas salieron profesionales.

Seguramente éramos felices. ¡Siempre nos amanecía lo mismo! A ninguno de nosotros nos importaban los atuendos; si éstos estaban descosidos, deshilachados o si traían un hoyo, por algún cañonazo accidental, o si eran herencia generacional de los hermanos mayores. No se estrenaba ropa en el callejón, para no herir susceptibilidades, se guardaban los estrenos para ir al mercado de la Cumuripa, o al Cinelandia y muy a lo lejos, de paseo por el parque Olvera

Nadie le “sacaba el mole” a nadie, y a lo más, le mitoteábamos a alguna mamá que su hijo estaba diciendo “picardías”, pues dijo “pito” en vez de silbato. Éramos como una familia, en el callejón mentado, protegidos en la inocencia social. Si alguien traía dulces, los compartía, Si alguien traía chicles los compartía, (inclusive, ya masticado). Si alguien traía nieve, ¡se escondía!

A los once años, con mi cajón de “bola” empecé a conocer el mundo que abría ante mí sus injusticias sociales. Conocí las castas aceptadas: ricos, clase media y pobres (estos) en sus dos o tres subcategorías, incluyendo nuestros “Dalits”. Aprendí que no podía traspasar la avenida Nainari, porque no faltaría quien me “pusiera en mi lugar”; que los “jotos” eran seres degenerados, pervertidores e “hijos de Satanás”, siempre y cuando no tuvieran patente de corso; que los Montesco pobres no podían enamorar a las Capuletas ricas, y cuando era permitida la excepción de la regla, se llamaba “braguetazo” y “tutti contenti” exorcizando la “vergogna della famiglia” en el no discreto, secreto social. Pero a la inversa, sí era permitido a los mayordomos del Olimpo y el Parnaso (hoy “sugar daddies”), sembrar semidioses en los fértiles campos de los segundos frentes, con la derrama económica correspondiente en las humildes alcobas de la necesidad.

Aprendí que hay de todo en la vida, del padre Esparza: inolvidables sus consejos.

Aprendí que los protestantes “aleluyas” hacían de la música caminos a su dios, ante la burla de todos los vaguitos adoctrinados mandados exprofeso al festín.   Años después, vi, con graciosos recuerdos, que otras religiones en modernidad aprendieron los caminos musicales hacia Dios, sin recato ni vergüenza por ello.

Quisiera relatarles lo que aprendí de grande, pero me quedo mejor en mis contados buenos recuerdos de mi querido Cajeme. Sí, “ese” que se fue a Tucson, Phoenix, Las Vegas, Los Ángeles, Tijuana, Mexicali, Los Mochis, Ciudad de México en busca de futuro, dejando a nuestro Callejón y otros, sin los “buenos días” entre extraños y vecinos, sin el “regar” el frente de la casa, sin el “ceder” el paso a los peatones, sin el respeto hacia “cuicos” y gendarmes, sin el “por favor” y el “gracias” y, sobre todo, sin la “certidumbre” de un regreso seguro a casa. “Ese Obregón”…

Es cuanto.

 

 

 

 
 

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