1985. Aquel día de septiembre tembló todo: lago, nopal, águila y serpiente; quiero decir que se sacudió todo sin excepción hasta los cimientos, la catedral de piedra sobre piedra y sus campanarios coloniales, el zócalo embaldosado con su asta bandera deguansada y tricolor, y las Marías de san Juan de Letrán ensotadas en rebozos oscuros. En Televisa también temblaban los monitores, y las cámaras con sus imágenes oscilando al compás de las lámparas y los candelabros en-sismados dentro de una realidad tremolante y un asombro de plafones demolidos en nubes de yeso y cal.
El sismo del 1985 nos arrojó de nuevo al llano de las pitahayas y de los mezquites, y abandonamos chilangolandia con un barniz de smog en los pulmones y una ligera capa intelectual en nuestra mente para convivir de nuevo como provincianos hijos pródigos del éxodo de aquella época hacia la ciudad capital, ojo de cíclope, lejanísimo ombligo de la república donde nadie podía ralentizar su paso al cruzar Reforma o Insurgentes so pena de ser arrollado por ruleteros y camiones enfurecidos, por lo que todo silvestre de reciente arribo a la gigantesca (ya entonces) desbocada y apabullante urbe de 14 millones de pies sobre el suelo de su ex lago, tragaba gordo una vez a salvo en la acera de enfrente.
1966
Exhalo la diáfana atmósfera de las ocho de la mañana frente al Reloj Chino de Cuauhtémoc que me subyuga a primera vista en un río de rostros y de vestes como jamás había imaginado ni en los más disparatados sueños de mis veinte años por cumplir.
En Chapultepec lago navegan turistas en canoas de remos, y en su Castillo el carruaje de Carlota y Maximiliano derrota los siglos venideros.
Cómo olvidar el primer paseo por Cuauhtémoc aquella mañana de un lunes de fines de diciembre; los del semidesierto veníamos de Marte y no había duda hacia donde caminamos entonces, hacia ninguna parte, solo queríamos mantener los ojos muy abiertos y nuestros oídos atentos al nuevo acento que se nos colaba en las orejas igual que el aire frío salado de olores a gasolina con plomo, de los autobuses que rugían como leones furiosos en la atestada vía de automóviles modorros yendo a sus lugares de trabajo; una gran parte de la inmensa humanidad con sus perros y gatos y aves nos gritaban en la cara ese otro mundo del que en mi provincia solo imaginábamos como otra dimensión cuando alguno de nuestros conocidos decía, "me voy a estudiar a México", y una imagen imaginada en blanco y negro estaba en la mirada de la fantasía de mis diecinueve.