La vida también fue dormir en los catres del patio en tiempo de calor; cortar limones subdesarrollados del limonero generoso en floraciones más parco en la producción; pero no había nada mejor que abrir pestañas con el despertador de un sol que siempre apareció por el lado de la casa del abuelo, donde pendían igual al viento las vainas del enorme guamúchil nitrogenado, sin hacer gestos, por el de cajón cercano a sus raíces que, dada la altura del árbol, deben haber sido una Medusa de otro planeta.
El abuelo frisaba ya la edad del sin nada que hacer y se entretenía en su mesa de trabajo: un tablón sobrante de alguna colada de concreto qu el destino condenó al crimen inocuo de matar los tiempos últimos del anciano.
En ese taller improvisado al lado de la bugambilia, el viejo armaba artefactos que solo él craneaba para qué chingados servían, pues mis diez años alelados con las aventuras de Supermán no llegaba a entender la ingeniería Home Work del progenitor de mi madre.
Después de usar aleznas, alicates oxidados, martillos nada que ver con los del Home Depot y limas que no limaban ni una cáscara de limón; el abuelo desvelaba el uso práctico de aquellos artefactos que parecían a mi modo de ver una tarántula descomunal.
Llegado a los 86, alguna vez en el espacio tiempo del auge minero porfiriano, mi hacendado abuelo fungió como Juez Penal en los días de La Aduana, y con el desatado mal genio que lo caracterizó siempre, compadezco extiempo a los desafortunados que cayeron bajo las leyes draconianas del porfiriato.
A las cinco de la tarde, como el poema de García Lorca, el café tostado con azúcar no faltaba en la taza de bordes blancos del viejo mientras compartía memorias inmemoriales con algún entonces jóven compañero de años conectados por las vivencias que la entropía no puede cambiar.
El día en que el abuelo estiró la pata ya no existía, se había transformado en un ser ambulante, hermético y solitario.
Su última travesura lo trepó al techo de la casa del callejón desde donde cayó de cabeza hasta el suelo para matarse por andar buscando fierros desechados en esta bodega encielada, a donde iban a dar los trebejos que el servicio de recolección de basura municipal no recogía ni con gratificación.