Ya emigrado yo de la zapeta al mameluco, a mi apá se le ocurrió hacerse, con los ahorros que tenía cuando apenas había nacido mi tercer hermano, de un mini lote al lado donde después el vapor de los Baños Julieta dejarían a la población con una aureola de Agua de Colonia Sanborns y un par de botas deslumbrantes a fuerza de trapo de mezclilla rechinado en la bolería de la plazuela que da a la Galeana.
No se fue un mes, cuando contrató un maistro albañil y como chalán él mismo, que más rápido que pronto armaron aquel nuestro futuro hogar: dos amplias recámaras y la imprescindible cocina de techo galvanizado para que mi amá "no pasara apuros durante las heladas de enero".
Uno de esos días de la edad de en veremos, esa oda a la fantasía que no registra fechas ni horas, tomamos posesión de la nueva vivienda que todavía deshidrataba a decir del olfato los aplanados blanquísimos de mezcla caliza.
Las vigas de madera, el techado de loseta, la tela de alambre en las ventanas y en la puerta de la entrada, obedecían a un minimalismo impuesto por el corto presupuesto, pero bueno, sin hacer preguntas de "niño cierre la boca", lo descubrimos con las pestañas azoradas de Bukis todavía con restos de cordón umbilical: el piso de aquel hábitat a estrenar por la familia no contaba con el típico aplanado de cemento común en las viviendas de clase media baja como aquella. Y así, después de la contrariada alegría llegó la realidad: nuestro hogar por estrenar difería del anterior domicilio en lo único que es capaz de detener la caída del cabello: el piso, que para nuestra desilusión era simplemente madre tierra aplanada, humedecida con agua de balde de zinc y barrida con escoba de popotillo.
Respuesta mi corta infancia de la sorpresa, escuché decir a mi apá "que muy pronto" instalaría el firme de concreto necesario, palabras que viniendo del Dios padre de familia me inundaron de esa seguridad madre de la esperanza que siempre va a la zaga con la imaginación exuberante de esos años; lo que no dijo mi jefe fue cuánto duraría aquel "muy pronto" de la teoría de la relatividad donde don tiempo es tan elástico como un chicle masticado.
Por lo pronto lo tomamos con la obediencia usual de los piernas cortas de la época donde mandaba don capitán y no, para violación imperdonable del contexto del feminismo actual, la santa Madonna de mi amá.
Seis meses y veintitrés días más tarde comenzó la batida del concreto a pala vieja y mango manoseado al extremo de la pobreza.
En el callejón de nuestro barrio había alguna otra casita humilde con piso de tierra, pero para nuestro campo fantástico de juegos y adivinanzas aquello no era un asunto de mayor importancia.
Para esos entonces al cuadrado, cementar el piso de una casa por mínima que esta fuera, no tenía las facilidades que la tecnología actual reduce a un acabado de corto plazo.
Primero contemplé la infinidad de ladrillos adosados sobre la superficie de nuestra vivienda despisada. Sobre este tinglado de barro horneado llovieron cientos de botes con el concreto que de ahí en adelante agradecería a mi tía Esther las trapeadas con el mechudo borracho de destilado que lo dejaban oloroso, desinfectado y emocionado de esperar el próximo capítulo de la novela radiofónica con la factura inamovible de los comerciales del "remoje exprima y tienda".
Mi craneada memoria me niega el número de años que aquel aplanado de ascendencia romana soportó las suelas de los zapatos suela de vaqueta de la Zapatería Alonso y en vacaciones de primaria las callosidades inferiores de las correrías de cinco chamacos según las tías mayores insoportables, al grado de que mi ama tomó la sabía decisión de no renovar jamás el único juego de sala de aquella vivienda de puerta de madera con aldaba y tela de alambre siempre abierta para la raza del barrio, donde el sindicato de la pelusa sesionaba casi todos los días para decidir qué travesura sería aprobada, sobre todo si se trataba de una "hazaña" mayor como sustraer los sables históricos del templo de una logia masónica.