La del general Álvaro Obregón fue una figura hasta cierto punto familiar en Guaymas, allá por los años veinte. Con frecuencia visitaba al puerto para saludar a sus amigos y compadres, y para participar en tardeadas y saraos que se organizaban en su honor. De hecho, pocos días antes de caer inmolado en “La Bombilla”, asistió a un banquete que se sirvió para él, ya presidente reelecto, en un kiosko que existía en Bacochibampo.
En una de aquellas ocasiones, el invicto “Manco de Celaya” caminaba solitario por la plaza “13 de Julio” extasiado por el canto de los pájaros y el olor de las miles de florecitas de estación, que con gran cariño y esmero sembraba y cuidaba el “placero” don Alfredo Peralta. Los niños que se dirigían a la escuela, veían con mezcla de admiración, respeto y temor, a aquel güero quemado por el sol de grandes bigotes entrecanos, sabiendo que era el meritito vencedor de Pancho Villa… el mero Hombre Fuerte de México.
Entonces, Obregón aceptó la invitación que le hizo un “bolerito” para asearse el calzado, sentándose en una de las viejas bancas de fierro fundido y tiras de madera pintadas de verde del histórico parque. Pronto ambos platicaban entusiastamente, más el niño, mugroso y descalzo, pues don Álvaro sólo lo interrogaba de vez en cuando, para provocar su plática y deleitarse escuchando sus respuestas vivas e inteligentes.
Así supo que el bolero se llamaba Manuel, que a la muerte de su padre tuvo que convertirse prematuramente en hombre para sostener a su pobre madre y dos hermanos menores, con el escaso dinero que ganaba aseando calzado en la vía pública.
Primero fue otro bolero largo, seco y moreno como vara prieta, quien interrumpió el palique, golpeando de pasada en la cabeza a Manuelito, mientras le decía
— ¡No se te vaya a olvidar, “Greñas”!
El niño casi entre dientes le repuso
–¡Ni a tí tampoco, “Setagüi”!
Luego fue otro limpia-botas chaparrito y gordo, vestido casi con harapos, quien al pasar le recomendó a Manuel:
— ¡No se te vaya olvidar, “Greñas”!
— ¡Ni a tí tampoco, “Uvari”, repuso el chico.
Muy lentamente continuaba su trabajo Manuelito, interrunpido ahora por las preguntas del general y luego por nuevas recomendaciones de otros colegas boleros que al pasar le espetaban:
— ¡No se te vaya olvidar, “Greñas”!
Para todas las cuales, siempre tuvo la misma respuesta:
— ¡Ni a tí tampoco… “Rengo”, “Sapo”, “Mocos”…!
Al fin, Obregón convencido de la viveza del bolero, y conmovido por la dureza de su vida, la que enfrentaba con decisión de hombre maduro, le comunicó:
— Mira Manuelito, tú eres un chamaco muy inteligente, muy listo. Tu lugar está en una escuela. Estoy seguro que con preparación llegarás a ser un hombre útil, un ciudadano valioso…
— Pues sí general, pera la escuela no es para los pobres como yo -interrumpió-
— Ahora mismo voy a dar instrucciones a las autoridades locales para que le fijen una pensión decorosa a tu madre y así puedas asistir con desahogo a la escuela… ya verás como vas aprender cosas interesantes… te voy a encargar con el profesor Dworak, y antes de lo piensas serás abogado o médico.
En una pequeña agenda de bolsillo, el general apuntó el nombre y la dirección de la viuda, datos que le proporcionó el muchacho con los ojos húmedos por la emoción.
— Bueno, Manuelito, pero ahora me vas a platicar del jueguito ese de no se te vaya olvidar que traes con tu palomilla, le interrogó don Álvaro.
— Este… es que… me da pena contarle general…
— ¿Por qué pena…?
— ¡Es que es una leperada, mi general!
— Anda…Anda… platícame que al fin los dos somos hombres y yo me sé todas las leperadas del mundo -le repuso Obregón con una risita pícara y bajando la voz, como invitándolo a la confidencia-
— Bueno mi general… le voy a decir porque usted lo ordena, pero… cuando… cuando me dicen no se te vaya olvidar, me quieren decir, no se te vaya olvidar… no se te vaya olvidar ir a chingar a tu madre… y… y… pos yo les respondo ni a tí tampoco, explicó Manuelito, mientras guardaba trapos, cepillo y grasa con la cabeza gacha sobre el cajoncito de madera, para eludir la mirada de su interlocutor.
La carcajada de Obregón, alegre y sonora, voló a confundirse con el escandaloso canto de los chanates que plagaban los viejos “yucatecos”.
— ¡Ah que chamacos cabrones!, dijo mientras se ponía de pie, y le extendía al chico dos moneditas de $2.50 oro nacional. Luego se despidió sin palabras, mesando el pelo sucio y largo del bolerito, con su mano única.
El niño, sofocado por la emoción, apretaba con fuerza aquella fortuna con su manecita sucia de grasa, y en su alma, la promesa que le hizo, ni más ni menos que El Hombre Fuerte de México.
— ¡General…! gritó de pronto Manuelito con ansiedad, pensando en la prometida pensión para su madre…
Obregón se detuvo como a unos veinte metros de distancia ya, y por toda respuesta volteó la cabeza…
— ¡General… no se le vaya olvidar…!
El Jefe de los Ejércitos Constitucionalistas, trémulo el bigote entrecano, repuso:
— ¡Ni a tí tampoco, jijo de la rechingada!