Con diferencia de horas, dos muy estimables abogados se marcharon la semana anterior a otra dimensión. Se parecían en su amor al Derecho, el cultivo de los valores a través del servicio público, la caballerosidad de su trato. Y se diferenciaron en que el primero en morir, el licenciado Daniel Núñez, no llegó a los 50 años y es evidente que pudo haber dado más a la sociedad, mientras que el segundo, el notario Juan Antonio Ruibal Corella, redondeó su misión en sus 86 años de existencia.

A Daniel lo traté principalmente cuando fue director jurídico del Congreso del Estado, un cargo complejo por la multiplicidad de “jefes”. Todos y cada uno de los 33 diputados piden consejo y orientación, y a la cabeza de todos el presidente en turno de la Cámara. A mi me atendió siempre con rapidez y cortesía. Me hizo el favor de leer el primer borrador de mi libro “De mendigar curules a reinas del Congreso” y me dio su opinión en verdad valiosa.

A Juan Antonio lo conocí en 1950, año en que los dos cursamos el bachillerato de Ciencias Sociales. Tuvimos la primera de muchas diferencias cuando se oponía a la publicación de mi breve cuento “Él” en el periódico estudiantil “Ariel” porque en su opinión era ofensivo para los católicos. El director Horacio Sobarzo, aunque era tan católico como el que más, lo publicó.

Dejamos de vernos muchos años porque él se fue a estudiar a la UNAM y yo me hice periodista en Ciudad Obregón, pero en los años ochenta volvimos a hacer contacto. Guardo su carta del 20 de diciembre de 1984 en la que dice: “Mucho agradezco tu afectuosa carta y comentarios adicionales acerca de mi último libro “Carlos Ortiz Retes, el federalista”, cuyos conceptos me enaltecen y estimulan a seguir adelante”.

En julio de 1987 me invitó a desayunar a su casa, igual que a otros intelectuales, y luego de reprobar la crítica que apenas nacía en Sonora, propuso la creación de un grupo de interesados en la cultura para ponerla en su lugar. Con fecha 10 de ese mes, le hice saber por escrito que luego de haber reflexionado, había decidido no tomar parte en ese proyecto. Asenté textualmente:

“”Opino que el motivo que dio origen a la idea es mezquino… responder a las críticas que ha generado el libro de Héctor Rodríguez; no es válido por cuanto que el libro en cuestión presenta serias deficiencias”. Me contestó el día 18 con una larga carga en la que truena: “¿Acaso eres doctor en historia, en sociología, revisor de tesis de tiempo completo o algo que se le parezca, para calificar el libro en cuestión”

Critiqué muchas de sus acciones como director del Instituto Sonorense de Cultura comenzando por su intento de relegar en los festivales de Álamos el canto operístico. No hay espacio para entrar en detalles. En 2021 se acercó a la mesa donde yo desayunaba, en un conocido restaurante, y me preguntó si conocía el disco de Tania Libertad en el que canta arias de ópera. Yo no siquiera sabía que Tania se hubiera atrevido a eso. Juan Antonio me mandó a mi casa el disco al día siguiente. Me encantó. Y durante cierto tiempo me quedé con la carcomita de que yo no había correspondido a su regalo.

Cuando se puso en marcha el proyecto “Biblioteca Cultura Sonorense”, le lleve a su despacho los cinco tomos de mi obra “Historia General de Sonora” con una carta fechada el 20 de enero de este año, en la que le pedía algunos de sus libros para incorporarlos al proyecto. Y compré uno suyo que estaba a la venta: “Panorama”. Me respondió el 10 de febrero con párrafos emotivos:

“Tu carta me causó una grata impresión. Desde hace tiempo, yo ya había remitido nuestras diferencias criteriales al “Monte del olvido”, como dice la canción popular española “Dos cruces”, pero tu misiva sepultó para siempre esas diferencias”.

Lamento la muerte de mi viejo compañero de Prepa. Pero me siento afortunado de que nos hayamos despedido en paz, la paz que deseo para su alma toda la eternidad.

carlosomoncada@gmail.com