Para no prolongar más esta serie, voy a citar algunos museos que me faltan, el Del Prado, de Madrid, por ejemplo, y la casa de Doménikos Theotokópulos (El Greco, para entendernos), en Toledo, a donde se puede ir y volver el mismo día si usted se hospeda en Madrid. De Francia se me pasó decir una palabra del Museo-Casa del gran escultor Augusto Rodin, pletórico de sus obras; ganaron mi admiración las bailarinas de ballet, algunas desnudas y vistas de abajo hacia arriba. Usted entiende. Parte de ese material fue expuesto poco después en la Ciudad de México.
El interés por Rodin me llevó a Camille Claudel, su joven amante, cuyas obras fueron expuestas en el Museo del Palacio de Bellas Artes del 7 de mayo al 27 de julio de 1997. Y no me alegue de la fecha porque escribo con el programa promocional a un lado.
Hablé del museo Jeu de Paume, de París, que conocí en 1975; debo añadir que en viajes posteriores encontré como hermosa sorpresa el Museo de Orsay, en un edificio que fue estación de ferrocarril, con pintura del Siglo XIX y principios del XX. Los impresionistas tenían sitio preferente. A fin de conservar mayor tiempo el tono de las pinturas, la iluminación sobre ellas era escasa y era fatigoso admirarlas casi en tinieblas.
En 1987, invitado a la URSS por la agencia noticiosa Novosti, junto con otros periodistas, conocí el Museo del Hermitage, en Leningrado (o Petrogrado). Su acervo es tan variado como numeroso y no alcancé a verlo todo. Me quedé con ganas de comprar, a la salida, un grueso catálogo pero mi bolsillo se habría resentido. Y sucedió que en 1992 hice una visita al doctor Cervantes, rector de la Universidad Lasalle, y lo primero que vi sobre su escritorio fue un catálogo del Hermitage como aquel que no pude comprar. Le conté todo el episodio y luego de escucharme, fue a los estantes y me entregó, con gran señorío, un catálogo menos amplio, casi con pura obra de Europa Occidental, como regalo (¡Gracias otra vez, doctor Cervantes!)
Terminaré con la Galería Nacional de Washington y el Museo de Arte de Nueva York, que conocí y recorrí en 1980. En la primera hay obra de los viejos maestros europeos que he mencionado y la que cito ahora con especial admiración: “La última cena”, de Salvador Dalí. Cuando visité el Museo de Nueva York estaba aún ahí el “Guernica”, que Picasso confío en préstamo, aunque ya el Congreso de los Estados Unidos había decretado que se devolviera a España. El decreto se cumplió ya.
Concluyo con la recomendación al lector de que no se limite a visitar museos al estilo turista, es decir, corriendo detrás del guía que no da tiempo para disfrutar y, sobre todo, para APRENDER, y que atesore catálogos y enciclopedias de Arte que le ayudarán a revivir las experiencias de los recorridos. Tampoco hay que exagerar, como yo que tengo ocho libros sobre el Museo del Prado. Podrían ser menos, cinco digamos. Gracias a quienes han seguido esta ruta de recuerdos.
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