8Hoy recuerdo al abuelo, que en paz descanse, como a un fantasma flotando entre el zaguán y la sala que daba hacia la calle oriente: barbados ochenta y seis años dentro de los que él ya no parecía existir.
Casi mudo no hablaba con nadie mucho menos con nosotros, sus nietos infantes sin más oficio que medrar la comida que mi amá estiraba para que rindiera.
Nunca tuvimos necesidades extremas y el anciano era bien atendido por la hija mayor que nunca se casó quién sabe por qué. Ella quedó como una solterona inundada en la fe católica al servicio de la casona vacía y su labores iban de la máquina de coser a la cocina.
En cuanto al abuelo, un vientre abultado y un tórax escuálido, sólo quedaban su tos crónica y sus desmayos ateroescleróticos.
Su mirada gris ya no ve el presente frente a sus ojos, sino un mundo lejano e invisible para nosotros que nunca sabemos por dónde anda; a pesar de la edad no deja de caminar por toda la casa; a veces hubo que bajarlo de la azotea que almacenaba los cachivaches de la vida doméstica.
Mis ocho años no alcanzaban a ver el drama de la senilidad extrema, sin embargo, aún recuerdo sus infaltables visitas a nuestra casa para que mi apá leyera para él el periódico vespertino.
La abuela se había ido unos años atrás y el anciano esperaba solo el fin de fiesta; en esos años nuestra niñez nos vuelve insensibles a todo ese drama de despedida en la soledad absoluta que es la soledad de quienes van a morir pronto, o más bien, son como si fueran muertos en vida.