Mi padre no dejaba lugar a dudas. Era obvia su satisfacción cuando usaba su pluma fuente. Ésta, bien podía ser una Parker de estilizado cuerpo azul y casquillo niquelado, con la característica flecha como seguro de enganche a la tela de la bolsa de su camisa; o bien, una Sheaffer de color marrón y tapa dorada, tan imponente qué, escribir con ella, era para mí casi un ritual sagrado y peligroso, pues en un fatal descuido la pluma podía resbalar de mi mano y caer al suelo arruinando la punta de la plumilla chapeada de oro.
Estos finos instrumentos de escritura no se caracterizaban por ser baratos. Nosotros, pigmeos ocupantes de un pupitre de primaria, sólo podíamos soñar con tener unos de estos increíbles instrumentos para presumir con los compañeros. Sin embargo, mi madre tuvo la gentileza de regalarme una Esterbrook de cuerpo marrón y gancho dorado cuando cumplí los nueve.
Mi maestra de tercer año, tan pronto me vio escribiendo con esta maravilla sobre el rústico papel de mi cuaderno, sentenció que no me duraría mucho el gusto. Su terrible profecía pronto se cumplió. A los días mi flamante pluma fuente fue a dar al suelo con su magnífica punta de metal dorado, y ahí concluyó mi primer intento de imitar como amanuense a mi hábil progenitor.
Sin embargo, por mucho tiempo seguí hipnotizado con la escritura de mi padre, admirando las extensas hileras de letras color azul cielo que él desenrollaba con mano de calígrafo a lo ancho de la página; de igual manera, observaba ensimismado los rituales de limpieza y de llenado de tinta tan necesarios para mantener el buen funcionamiento de aquellos delicados instrumento; por ejemplo: una vez agotada la tinta almacenada en el depósito interior de la pluma, mi papá extraía del cajón de su escritorio un frasco de cristal con el espeso líquido azul marino. Oloroso y volátil, al destapar el frasco emanaba de él un aroma inconfundible.
Para cargar de tinta la pluma Sheaffer, una especie de aguijón, hueco en su centro, era desplegado bajo el cilíndrico vientre de baquelita, soporte de la dorada plumilla metálica de la pluma. A medida que mi padre hacía girar el extremo posterior del instrumento, aquel proceso cobraba ante mi fantasiosa mirada infantil la forma de un raro insecto de cuyo cilíndrico vientre emergía la fantástica cánula de succión.
Una vez repleto de tinta el vientre de la pluma, mi padre hacía girar en sentido contrario aquel mecanismo y la cánula retráctil volvía a desaparecer dentro del ahusado cuerpo de la pluma fuente como si no hubiese existido jamás. El frasco de tinta poseía también un compartimiento superior que se llenaba de líquido cuando el frasco era invertido; de esta manera, no era necesario introducir la pluma completamente dentro del frasco, ya que la tinta podía succionarse desde este compartimiento especial. En ocasiones la tinta no secaba tan rápido como debía, entonces era necesario utilizar como secante un trozo de tiza o un papel especial.
En aquellos años todo documento escrito a mano que se preciara de tener valor legal se encontraba escrito con una pluma fuente. Actas de nacimiento y de matrimonio de la época lucían la caligrafía de la persona a cargo de esta labor sin posibilidad de correcciones. El corrector líquido era aún la fantasía de algún inventor incomprendido.
Los primeros bolígrafos aparecieron a la venta en las papelerías de la ciudad con el nombre comercial de Pluma atómica. A tan sólo unos cuantos años de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki toda tecnología avanzada debía de ser atómica.
De alguna manera, en esos días logré obtener de mi padre el dinero necesario para hacerme de una de estos pioneros bolígrafos. Su calidad no era buena y derramaba tinta con mucha facilidad, embadurnando dedos y papel con una pasta espesa y pegajosa imposible de eliminar.
A pesar de mi gusto crónico por las plumas fuente, hoy prefiero el bolígrafo más económico, pues lo más probable es que antes de terminar su dotación de tinta, este se encuentre en las manos de la persona que simplemente olvidó regresármelo.