La Devolución Verde: Regreso a lo natural
Francisco Angulo Albestrain
Miércoles 06 de Mayo de 2009

Para los habitantes del Valle del Yaqui, el término Revolución Verde es tan común, porque la mayoría nacieron en etapa posterior a su puesta en marcha; sus positivos resultados son considerados como una verdad inamovible y a sus creadores se les ha erigido –casi-- un altar en las mentes de los agroproductores que con ella vieron incrementadas sus cosechas y se convirtieron en exportadores de granos.

Decir Revolución Verde es hablar de una etapa del Valle del Yaqui (y el sur de Sonora en general), en la que al ser puesto en marcha un programa cooperativo entre los Estados Unidos y México, financiado por la Fundación Rockefeller –entonces, la oficina de proyectos especiales de nuestro vecino del norte--, de inicio se vio incrementada la producción agrícola, la cual tenía como destino los Estados Unidos, el mismo país que lo financiaba.

Sin embargo sus artífices no pensaron –o no quisieron hacerlo-- en los efectos devastadores que este modo de producción provocaría en los suelos: contaminación y pobreza, mencionan varios entrevistados al respecto.


Algo de historia

El maestro en ciencias y presidente de la Academia de Agronomía del Instituto Tecnológico del Valle del Yaqui (ITVY) Sergio Muñoz Valenzuela habla de la parte de la historia que tiene como actor principal al doctor en fitopatología Norman Ernest Borlaug, llegado al Valle del Yaqui en 1945, poco después que otros científicos estadounidenses; sólo que él “llegó para quedarse”, pues desde ese año a la fecha, para muchos, el sur de Sonora es aún como su casa.

De acuerdo con el investigador entrevistado, la Revolución Verde no fue el programa benefactor que muchos creen ni mucho menos; los investigadores de Estados Unidos voltearon al sur de sus fronteras únicamente con la finalidad de volver a encontrar semillas nativas de cultivos que ellos necesitaban (en México encontraron las de maíz y trigo), dado que “embelesados con el descubrimiento del vigor híbrido y sus resultados”, ellos fueron perdiendo las variedades criollas resistentes a plagas y enfermedades.

Con la práctica de la hibridación –dice—fueron produciendo plantas cada vez más débiles, equivalente esto al matrimonio entre familiares consanguíneos; ello hasta llegar un momento en el que no había variedades nativas, resistentes y fue así que idearon venir a nuestro país para conseguirlas.

Así, se puso en operación la maquinaria que para iniciar con el proyecto de maíz, trajo a nuestro país a una eminencia en el estudio del maíz, un científico de apellido Wellhausen, que se alió en México con uno apellidado Xolocotzi, entre otros personajes, y quienes editaron el libro “Las razas de maíz en México”, mencionando el descubrimiento de 36 razas y muchas subrazas, explica Muñoz Valenzuela.

Posteriormente se trajo a la región sur de Sonora a Norman E. Borlaug, en lo que se dijo era un intercambio biológico y tecnológico “pero éste sólo fue de aquí para allá”, porque los únicos realmente beneficiados fueron los estadounidenses, quienes obtuvieron el beneficio (producto) pero sin el efecto negativo que era el deterioro de su entorno ecológico del lugar donde producían, manifiesta Sergio Muñoz.

Hasta 1943 –dos años antes de la llegada de Borlaug, en la región se usaban fertilizantes orgánicos como el guano además de mezclas de plantas y otros componentes como mejoradores del suelo y de la productividad; de igual manera se hacía para el combate de las plagas, asegura.

En 1939, un científico alemán creó el insecticida llamado DDT, que fue usado en Estados Unidos para combatir plagas del maíz, con resultados exitosos en este punto, sólo que a esta aparente maravilla se le encontraron también aspectos negativos, como lo fue el rompimiento de la cadena trófica, al notarse que a la vez que se mataba a las plagas, morían miles de aves --que se alimentaban de dichos insectos-- en el área de Iowa, donde se implementó su uso, afirma el entrevistado.

Rachel Carson, una bióloga ambientalista realizó este descubrimiento, iniciando con un movimiento que dio como resultado que se suspendiera el uso de tan letal insecticida, que sin embargo, se trajo a México para ser utilizado durante muchos años como parte de los paquetes tecnológicos que llevaba consigo la necesidad de producción intensiva de granos de la Revolución Verde, hasta que posteriormente, en los años ’50 fueron introducidos en el Valle del Yaqui la Urea, formulación a base de nitrógeno, y el fósforo (fertilizantes), que eran requeridos por el terreno para producir los alimentos tan necesarios, sólo que estos productos eran formulados químicamente; su uso daba buenos resultados al productor, que ya no necesitaba realizar las antiguas mezclas orgánicas y ahorraba tiempo motivo por el que los adoptó de inmediato, manifiesta Muñoz Valenzuela.

En 1952 se trajo a la región el Malathion líquido y después el Parathion, para combatir algunos insectos plaga, con ello empezó la caída del Valle del Yaqui; la aplicación desmedida de todos estos productos químicos provocó pobreza del suelo y su envenenamiento, añade el investigador.

Con los fertilizantes químicos, el suelo fue adquiriendo cada vez características más minerales y endureciéndose; por otro lado con los insecticidas y herbicidas la tierra se fue envenenando y al mismo tiempo se envenenó a los animales y al mismo hombre, que a la fecha aún conserva en su organismo residuos de los agroquímicos en mención, afirma y advierte el investigador, quien promueve la producción orgánica como un método para mejorar y desintoxicar el suelo, a la par que produce de forma más sana.

En relación con la mineralización del suelo, comenta que en los años 1943 a 1945, la materia orgánica del suelo andaba en una concentración del dos al tres por ciento: de muy buena cantidad para la producción.

Para los edafólogos (estudiosos del suelo), éste se compone de arena, limo y arcilla (estructura), sin tomar en cuenta la parte viva, que son los microorganismos, esencia de la fertilidad, los cuales sólo pueden existir cuando hay materia orgánica en el mismo, expresa.

Los fertilizantes químicos aplicados al suelo como parte del proceso de producción intensiva los vuelve “adictos”, de manera parecida a como sucede con el organismo humano una vez que ha probado la cocaína: sin ella no puede vivir, asegura.

“La ciencia de la Revolución Verde no contempló las consecuencias ecológicas que actualmente padece el Valle del Yaqui”, pues no era ése su trabajo sino sólo producir grandes cantidades de granos para exportar, señala Muñoz Valenzuela.

Investigaciones como la que en 1989 y 1990 hicieran Mónica Liliana García y María Mercedes Meza, del Itson, muestran diversas concentraciones en la leche materna de mujeres y en la sangre de los bebés recién nacidos, de productos contenidos en los plaguicidas utilizados en la región, manifiesta Manuel de Jesús Zavala Reyes, quien está encargado de un programa relacionado con la ecología en el CBTA 38 de Marte R. Gómez y Tobarito, en el centro del Valle del Yaqui.

Las concentraciones de plaguicidas pueden ser detectadas con estudios de laboratorio que se hacen en Ciudad Obregón, manifiestan los investigadores entrevistadores para el presente trabajo.


Beneficios contra perjuicios

Los beneficios originales de la Revolución Verde no llegaron a todos los agricultores, pues se contemplaron sólo para los que tenían grandes extensiones de terrenos, a quienes las empresas transnacionales podían venderles los paquetes completos: semilla, tractores (maquinaria en general), y los agroquímicos para producir lo que de nuevo comprarían para llevar al extranjero, refieren Muñoz Valenzuela y Zavala Reyes.

Al establecerse en la región empresas que comercializaban los agroquímicos, éstos fueron llegando a cada vez más productores, perdiéndose el método original de producción orgánica.

El uso indiscriminado de plaguicidas y herbicidas ha dado como resultado daños graves a la salud de las personas, cuyos organismos en contacto con los venenos, producen la enzima acetilcolinesterasa, que afecta al sistema nervioso central de animales y el hombre, para después provocar cánceres y leucemias, advierte Muñoz Valenzuela.

El contacto de los plaguicidas organofosforados con la piel produce microhemorragias cerebrales, si no es tratado de inmediato el paciente con Atropina; en años anteriores algunos morían al no ser atendidos rápidamente, aseguran médicos entrevistados.

Aunque no es tarea fácil después de 60 años, Sergio Muñoz propone desintoxicar los suelos, incorporando cada vez mayores cantidades de productos orgánicos como fertilizantes y poco a poco, aplicar menos químicos; también exhorta a volver a la biodiversidad en cuanto a plantas, donde las familias vuelvan a tener sus huertos de traspatio y los agricultores diversifiquen de verdad sus cultivos.

Propone usar mezclas de productos naturales como insecticidas y promover el control biológico de plagas; con ello se irá viendo la recuperación del Valle productivo que una vez fue el Valle del Yaqu.

 

El retorno al origen

Propuestas “nuevas” existen varias, ya que además de las mezclas mencionadas de productos naturales como son extractos de plantas regionales, puede usarse el llamado “humus de lombriz” que es el producto de la defecación de lombrices rojas; con ellas, la tierra vuelve a su productividad original, sin el efecto devastador de los agroquímicos.

Joel Arvizu Quiñónez, ingeniero agrónomo comerciante en fertilizantes, manifestó que hace un tiempo decidió incursionar en los fertilizantes orgánicos, después de haber leído acerca de las bondades de ese tipo de producción; empezó a criar lombrices por la calle 300 al poniente de Ciudad Obregón y ahora tiene otro lombricario, al sur de la calzada al panteón del Carmen.

Muy buenos resultados ha tenido este producto, que cada vez son más quienes lo buscan y lo compran, por lo económico que resulta y la alta productividad que sus usuarios le reportan, dice.

“Yo no estoy en contra de los agroquímiocos, pero sí creo que los productores deben ir incorporando cada vez más lo natural, en beneficio del suelo y de todos los seres humanos”, comenta.

 

 
 

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