Los datos sobre la historia remota de La Laguna del Náinari son escasos, diríase insólitos, pues las referencias anteriores a 1900 que aluden a la Laguna del Náinari, de plano son imprecisas o las descripciones se esfuman entre la bruma de vaguedades imaginarias de viejos relatos o en las argumentaciones literarias de los historiadores.
La realidad es que en el solar que lleva el nombre de Laguna del Náinari, a fines del Siglo XIX y principios del XX, durante la temporada de lluvias los pobladores de la región concentraban los hatos de ganado en celebraciones conocidas como “corridas”, en las cuales los vaqueros herraban y curaban bestias de engorda y carga, pernoctando en campamentos alrededor de los humedales que formaban las avenidas pluviales.
Los ganaderos mantenían interés por las tierras bajas y anegadizas porque aparte de los charcos, entre los ralos follajes de la flora hallaban sombras para establecer los herraderos temporaleros en los que marcaban reses, caballos, ganado mular, así como burros, que por esos tiempos junto a los bueyes eran bestias cotizadas e infaltables en las faenas de los ranchos o labores.
De julio a septiembre el embalse natural de poca profundidad almacenaba las aguas que en los tiempos de lluvias escurrían desde el Zaperoa, la formación montañosa que queda al oriente de Ciudad Obregón. Si bien al principio los lugareños conocían estos rumbos con las simples alusiones de “Los Bajíos” o “El Bacerán”, poco a poco los humedales adquirieron el nombre de “náinari”, la castellanización de la voz yaqui “nátnari” que significa fogatas, y que fuera la expresión con que se referían a esos rumbos los yaquis merodeadores por las lumbradas que los vaqueros encendían y que podían divisarse a lo lejos.
Aves, sapos y culebras
En la temporada de mayor embalse de aguas vertientes, en la laguna había de abundantes bandadas de aves autóctonas como palomas pitahayeras, chanates, tórtolas y gorriones, y año con año recalaban especies migratorias como patos, garzas, cigüeños, pichigüilas, por lo que el paraje fue un cotizado centro de reunión para muchos cazadores aficionados.
En sus aguas también proliferaron sapos, ranas y pececillos, e incontables culebras con las que se asustaban o divertían los inocentes lugareños de esos tiempos. Entre la fauna sobresalían las densas nubes de zancudos y jejenes que provocaban persistentes molestias a los visitantes, ahuyentando incluso a los más decididos exploradores. En los meses de estiaje, cuando las aguas de la laguna daban paso a apenas charcos lodosos o a tierras agrietadas y terrones resecos, en las orillas crecían los guacaporos, estafiate, malva, huajes, bainoros, vinoramas, sibiris, breas, mezquites, mezquitillos y uno que otro palofierro, la vegetación autóctona, temporalera y perenne, que es típica de los valles sonorenses.
Ni arroz ni yucatecos ni Cajeme
Algunos cronistas aseguran, incluso lo consignan en narraciones, que en las márgenes y el lecho del vaso lacustre se cultivaba arroz. Realmente no hay razones concluyentes para asegurar que los agricultores de la época sembraran el cereal, y es poco probable que aconteciera. El hecho es que no está comprobada la labranza de arroz o de otra especie, pues las avenidas de aguas broncas inundaban en forma súbita las tierras, los hondables que no podían controlarse y la poca o nula vigilancia de los andurriales dan poca credibilidad a la versión del cultivo del cereal. Salvo la leña de la flora chaparra y los zacatales para el ganado, es poco probable que alguien emprendiera cualquier cultivo controlado entre los matorrales.
Es más, en esos tiempos ni siquiera había rastros de los Laureles de la India que desde hace décadas crecen majestuosos, adornan La Laguna y ofrecen sus sombras protectoras a los visitantes. Esos árboles empezaron a conocerse en estas latitudes en la época postrevolucionaria, pues fueron los indios yaquis quienes los trajeron de la península de Yucatán, al regreso del destierro.
A ello deben estos árboles el festivo nombre de “yucatecos” con que los habitantes del Sur de Sonora los conocen y que sin dificultad se ambientaron al clima extremoso de la región. Aunque sólo se dispone de testimonios orales, la gente de antes aseguraba que durante las travesías de José Ma. Leyva Pérez, Cajeme, en campaña por hermanar Yaqui y Mayo, rancheaba en las inmediaciones del remanso, donde además refrescaba las cabalgaduras. Se notan los aires de leyenda y nostalgia en esta versión y es poco probable que sucediera, pues en las cercanías están las riberas del Río Yaqui donde acampar tenía otras ventajas.
El represo de mi General
A mediados de la década de los 20´s del siglo pasado, tras cumplir el mandato en la presidencia de la República, el Gral. Álvaro Obregón se enfrascó en diversas empresas. Para las actividades agropecuarias, Obregón construyó la Hacienda del Náinari al oriente del estanque y abrió al cultivo centenares de hectáreas. Andando el tiempo mandó dragar el lecho de la laguna para contener las avenidas de las lluvias y almacenar las demasías.
Uno de los bordos del Canal Principal, construido por la Cía. Richardson, tuerce en arco cerrado en el punto que linda a una treintena de metros con la orilla noroeste del rústico vaso lacustre; El Gral. Obregón abrió un zanjón que conectó rústicamente el embalse al Canal Principal (hoy Canal Bajo), con lo que consiguió colectar reservas constantes de agua, sin que con ello pretendiera crearse obras de irrigación.
Los primeros habitantes de la nueva población se asentaron en torno a la Estación del Ferrocarril, al oriente de lo que hoy es la zona urbana de Ciudad Obregón, lo que obligaba a los paseantes a realizar caminatas de jornales enteros para la ida y vuelta de los ocho kilómetros que median del Plano Oriente al estanque.
Año tras año los escurrimientos pluviales inundaban los baldíos del naciente asentamiento humano que con el tiempo se convertiría en Ciudad Obregón. Uno de los arroyos nacía un poco al norte del paso a desnivel de lo que hoy es la calle No Reelección, descendía hasta la calle Veracruz y siempre en pendiente el arroyuelo se bifurcaba en dos ramales, uno que torcía por la calle Galeana y luego corría por la Zaragoza y otro meandro que iba por la Zacatecas hasta la Niños Héroes y la Seis de Abril, desde donde corría con toda libertad por las bajuras.
El agua escurría libremente a los llanos que se abrían al oriente, hasta rebalsarse en los hondables que en conjunto formaban lo que hoy son el Parque Ostimuri y la Laguna del Náinari. Como aparentemente los terrenos anegados y las inmediaciones no tenían dueño, la gente aprovechaba para acudir sin restricciones a pescar, cazar aves y pasearse en rústicas embarcaciones, sin más trámitre que hacer el recorrido.
Ciudad Obregón deslumbra en los 50s
Ciudad Obregón creció a ritmo estratosférico, se convirtió en el motor y centro rector de la economía de Sonora y en algún momento de su historia llegó a tener más habitantes que Hermosillo, fue por esas fechas que se habló de cambiar a Cajeme la sede de la capital, referencia anecdótica que aún hoy irrita el melindroso regionalismo y orgullo de los hermosillenses, porque la superficie cultivada y la producción agrícola se multiplicaron con la construcción cada diez años de una presa en el cauce del Río Yaqui: La Angostura en 1941, el Oviáchic en 1953 y El Novillo en 1963.
Un día, de pronto Ciudad Obregón sorpendió a todo mundo, dejó de ser ranchote para transformarse en ciudad con todas las modernidades. En 1952 Rodolfo Elías Calles inició la gestión al frente del municipio y se propuso transformar el pueblo grande de visión aldeana en ciudad con los adelantos de las urbes que había conocido. Las obras determinantes que se propuso fueron el alcantarillado para el drenaje, la red de agua potable y la pavimentación del centro de la ciudad.
Digamos que por esos tiempos los astros se alinearon a favor de Cajeme: Álvaro Obregón hijo en la gubernatura, René Gándara Romo en la presidencia municipal de Cajeme y don Francisco Obregón Tapia al frente de la Junta de Mejoramiento Moral, Cívico y Material.
La reciente inauguración de la presa “Álvaro Obregón”, Oviáchic, las nuevas tierras de cultivo, la prosperidad agrícola en todo su esplendor, las arcas estatales boyantes y la exacerbada identidad regional de los políticos en el poder, dieron el cariz determinante para que desde sus puestos buscaran para Ciudad Obregón servicios públicos modernos y las comodidades urbanas que creían merecerse.
Obra hidráulica necesaria
A principios de 1956, el Ing. Shelley, gerente de la Compañía UTAH, contrató los servicios del Ing. José Ramón Valdés Romero y le entregó la superintendencia del proyecto de la pavimentación de la zona urbana de Ciudad Obregón. A partir de su arribo a Cajeme, el Ing. Valdés Romero corregiría múltiples irregularidades que encontró en los presupuestos del contrato firmado por el Ayuntamiento de Cajeme por los 300 mil metros cuadrados de asfalto, cuyo costo global ascendía al dineral del millón de pesos.
Para dar idea de las descabezadas planeaciones recordamos las palabras escritas por el Ing. Valdés Romero: “cuando le pregunté al ingeniero encargado cómo se iban a conducir las aguas pluviales del Plano Oriente, me dijo que no lo habían considerado”. El propio Ing. Valdés Romero comenta en su libro que junto al Ing. Guillermo Rivas, residente del Ayuntamiento en esa época, analizó los problemas de la pavimentación de la calle Guerrero, junto con las demás obras necesarias para conducir los escurrimientos del agua y el lodo de las lluvias.
Aunque es imperceptible a simple vista, los expertos del tema conocían y saben que hay desnivel de nueve a doce metros, el territorio forma un plano inclinado de este a oeste que empieza en Plano Oriente y termina en las márgenes de La Laguna. Las consecuencias para el pavimento y los llanos bajos habrían sido desastrosas de no tomarse previsiones para controlas las avenidas de la pendiente.
En los decires del Ing. Valdés Romero, proyectista y constructor de La Laguna, a partir de las inconsistencias y los señalamientos al proyecto de la pavimentación de Ciudad Obregón surgió la búsqueda de soluciones funcionales para conducir los escurrimientos pluviales que naturalmente desembocaban en las tierras bajas y los hondables al oriente de la ciudad. Es decir, los bosquejos de los que nació la construcción de La Laguna del Náinari nunca los determinaron el esparcimiento u ornamento de la ciudad, ya que las prioridades fueron las de convertir aquel embalse natural en vaso regulador para contener las avenidas pluviales.
Disputa por la propiedad de los terrenos
Durante la fundación de La Laguna del Náinari, derivada ésta necesariamente del los trabajos de asfaltado de Obregón, surgieron múltiples dificultades. Donde se ponía una solución surgían problemas inesperados. El alcalde René Gándara Romo enfrentó cuatro incrementos del presupuesto de la pavimentación urbana, el último incluyó la construcción del bordo semicircular al hondable, la bocatoma y el colector pluvial que drenara las avenidas pluviales que nunca más llegarían directamente al embalse natural.
A cada problema, en cada caso, a cada incremento presupuestal, el gobernador Obregón aprobó recursos adicionales para pagar los nuevos montos. Estaba encaprichado en llevar el sello del progreso a su ciudad querida. No obstante la obstinación del alcalde Gándara y el apoyo del gobernador Obregón, la regularización del régimen de propiedad de los terrenos en los que se asienta La Laguna tomarían tortuosos derroteros que obligaron a las autoridades a dilatar las negociaciones.
La zona del charco y andurriales aledaños pertenecían al Ing. Octavio Ortega Leite, quien se apoderó de ellos en compensación por sus servicios profesionales tras el finiquito de la Cía. Richardson y la azarosa entrega de bienes y haberes a la Cía. Nacional de Irrigación.
Las versiones de la actuación de los protagonistas del proceso varían, pero se sabe con certeza que al conocer el interés del gobierno municipal por los terrenos, el dueño del predio multiplicó el valor de los agrestes terrenos, de manera que la obra se encarecía exponencialmente, Se sabe también que el gobernador echó mano de métodos poco ortodoxos para convencer al obcecado tenedor de libros.
De cualquier forma, Ortega Leite se reservaría para sí el predio ubicado al suroriente del vaso lacustre, es decir, el hondable de nueve hectáreas y fue por esas razones legaloides que La Laguna no pudo construirse desde entonces como el vaso regulador integral que pretendían los constructores. En su lugar, levantaron el bordo que artificialmente partió en dos el lecho lacustre, dando origen a La Laguna del Náinari y el bosque de eucaliptos que devino en el Parque Ostimuri. A la postre esos terrenos, tras caprichosos litigios que perduraron hasta bien entrados los años sesenta, se convertirín en el Parque Infantil Ostimuri.
Construido el muro al espejo de agua y el piso firme de la calle Vicente Guerrero (coloquialmente conocida por los obregonenses como “Guerrero”), el gran reto que tuvieron los proyectistas fue encontrarle salida a las aguas pluviales que sabían se agolparían en todo el sector que abarca desde la calle Michoacán hasta el bordo recién levantado. Por supuesto que tampoco olvidarían colocar las coquetas luminarias a lo largo del bordo.
La solución la encontraron en las alcantarillas del cruce de la calles Guerrero y Sahuaripa, aquellos grandes resumideros ubicados durante muchos años frente a los multifamiliares del IMSS, con los que hicieron las veces de bocatoma para el colector de aguas pluviales y resumidero de aguas residuales. La artificiosa mano del hombre pretendió burlar a la naturaleza instalando el grueso tubo que se oculta y corre en paralelo al bordo norte de La Laguna, luego atraviesa abajo del fondo del Canal Bajo, y desemboca en el dren aledaño a la Comisaría de Providencia.
Nunca antes quedó mejor la figura, “la artificiosa mano del hombre pretendió burlar”, porque si bien alcantarillas y canales paralelos a la Calle Guerrero, junto con al bordo de La Laguna, encauzan el flujo de las avenidas pluviales, en cambio, no se previeron barreras que contengan o desalojen los escurrimientos que por razones naturales desembocan en el sector del represo natural que corresponde al Parque Ostimuri.
Esto explica, en parte, las razones por las que el Parque se inunda y se ahogan los animalitos cuando en Obregón cae alguna “llovidita”.
El Discóbolo
En 1963, coincidiendo con las fechas en las que el Comité Olímpico Internacional entregó las Olimpiadas a México, las autoridades municipales colocaron el monumento del discóbolo en la encrucijada que hace la calle Guerrero frente al bordo de la laguna del Náinari.
El mismo año se inauguró el hermano menor de La Laguna, la Unidad Deportiva Álvaro Obregón, conocida coloquialmente por todos con el apócope de “El Deportivo”.
También en 1963 los desarrollistas quisieron que La Laguna tuviera un plus y colocaron frente a la entrada de “El Deportivo” el tímido embarcadero de 17 metros desde la orilla, que le agregaba cierto toque coqueto en el que muchos cajemenses declararon su amor. Pasaron diez años para que enfrente del muelle romántico pusieran una formación cementada que llamaron “Embarcadero”.
Después transcurrirían lustros de arreglos menores de corte cosmético que no afectaron la estructura del lago artificial. En ese tiempo, convertida La Laguna en paseo de la urbe de medio millón de personas, los encargados sumaron al atractivo del lago artificial los vendedores de cocos y de refrigerios, además colocaron el gimnasio que funciona en las márgenes del lago, y más recientemente, una suerte de chorros de agua automatizados que escurren verticalmente en función de vaivenes musicales, cuyo impacto aún está por valorarse.
De alguna forma, La Laguna es mudo y eficiente testigo del paso de los años de Ciudad Obregón, sus aguas ven transcurrir la historia desde la orilla y están siempre a tono con las exigencias de los obregonenses y los visitantes. Esta revisión es tributo al lago artificial del terruño, en el que por suerte nos tocaron muchas vivencias inmarcesibles.
Publicado originalmente el 19 de agosto de 2019 en Infocajeme.com