Llevo dos semanas entregados a la organización de mis archivos y al parecer tendré que continuar al menos tres semanas más para terminar. A la basura lo anacrónico y obsoleto y a clasificar lo que puede ser útil para investigadores e instituciones a las que podré dejar el material cuando me vaya a otro barrio.
Un aspecto interesante de este trabajo es que me permite recordar episodios políticos que había olvidado y que no les gustaría a los protagonistas que se los recuerde. Y no lo haré. Sin embargo, hay conceptos que consideré de una manera hace veinte años y los veo con otro enfoque en la actualidad. No necesitaré mencionar nombres para explicar el cambio.
En los últimos seis o siete años he defendido la decisión de un político profesional que se va de su partido original a otro. He señalado que a veces el cambio merece un aplauso si ha tenido como finalidad poner a salvo las convicciones personales.
Pero el 3 de junio de 2003, época de elecciones como la que vivimos hoy (estaba en campaña para gobernador Eduardo Bours), publiqué un comentario con el mismo título que lleva esta columna, que decía: “Por ahí andan, echando la hablada, los que no tuvieron la habilidad ni los méritos para alcanzar la posición que ambicionaban, muertos de envidia y renuentes a reconocer que los escogidos son mejores, y sin la inteligencia y el valor de aguardar otra oportunidad, preparándose para cuando viniera.
“A las primeras de cambio dan la espalda a lo que habían defendido, lanzan lodo al escudo que habían levantado con orgullo y difaman a quienes habían sido, a veces a lo largo de muchos años, sus compañeros de lucha.
“No se les puede llamar engañados o confundidos o desorientados, ni tiene caso ponerse a inventar una palabra nueva para calificarlos porque ya hay una definición que les ajusta: son traidores. Un traidor es un traidor. ¿O no lo es el que se raja y se pasa a la trinchera del enemigo?”
Mi problema de hoy es ¿tenía razón hace veinte años o tengo razón ahora?
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