“y retiemble en su centro la tierra
al sonoro rugir del amor”
M.L.
¡Mamáaa… aquí estoy! -grita Isabela al llegar a casa, así han sido las ultimas madrugadas; pero María Esperanza no escucha a su hija, el agotamiento la aísla en un sueño profundo.
Antes del amanecer, corre un viento fresco, aromas diferentes limpian el campo. Inician las labores diarias con ánimo de ilusión entre María Esperanza y sus compañeras.
El dolor de espalda y las llagas en las manos desaparecen ante el coraje y la amargura.
Entre rabiosas palas y picos, como dientes hambrientos, la Tierra se abre.
El sol frente a los ojos dificulta distinguir un moño rosa, después piedras y polvo dan paso a la falda y blusa de Isabela. Las piernas incrédulas de María Esperanza se hincan, se arrastran; las manos temblorosas descubren el rostro de su hija.
El resto de las compañeras abrazan fuerte a la madre para que no se la trague la Tierra.
El sudor y las lágrimas no dejan ver; no quieren ver. Solo escuchan el pesado silencio del monte.
El grupo de mujeres carga el cuerpo; derrotadas. Ese día logran una victoria más. Han encontrado lo que buscaban.
¡Mamáaa…aquí estoy! -grita Isabela casi al amanecer.
María Esperanza -ya sin llagas en las manos, ya sin agotamiento, ni dolor de espalda- abre los ojos, se pone en pie, enciende luces … no hay nadie.
Allá afuera, la Tierra se desangra… las madres siguen cavando.