Nací aquí pero no miraba nunca el reporte del clima. Crecimos durmiendo el “verano” en un patio bajo estrellas de un limonero en flor. Por el día usábamos ventiladores. Con tres meses de vacaciones en la primaria el “tiempo de calor” pasaba sin hacer ruido, era un calorón lúdico y la incipiente ciudad con su población de terrenos baldíos era nuestra.
A un chamaco solo le importaba jugar. Nunca nos deshidratamos, solo tomábamos mucha agua de la llave y limonada con los limones del patio.
A veces nos daba por ir a “cazar” “?uanillos” de la Cajeme al norte, frontera de mezquites, cactus a punto de mediodía, nunca sombreros o protección solar. No existían los sueros comerciales, solo nos poníamos más prietos.
Asistía a pie a la secundaria a medio kilómetro de la casa de clase media. No nos preocupaba nada, excepto las pelas de mi apá cuando nos salíamos de las reglas.
Hoy no sé si es el mismo calorón de entonces, cuando yo niño escuchaba las quejas de los adultos, quienes sudando a chorros empapaban camisetas.
Cada año era lo mismo. Nunca viajamos a Guadalajara para pasar el fogón de esos meses. Eso no era para nosotros.
En septiembre se dejaba venir una zafra algodonera, un río desbordado de pizcadores inundaba galerones de catres y mosquiteros, pizcadores bajitos y morenos bajo un sol impío cobraban su costal de mota blanca según la báscula del pesador decidiera. Algunos compañeros de la Campoy con tíos agricultores pesaban la pizca, solo así una malteada en la “Nevería Ángel”.
Caída la tarde, el aire acondicionado del “Cajeme” esperaba en su penumbra Cinemascope, un clima templado como el de la Ciudad de México, nos envolvía entonces en lo mullido de una butaca reclinable, una gran pantalla blanca se desvestía sin pudor plegando cortinajes lentamente, el haz, luz gris hacía soñar despiertos contemplando mundos en los que
un público expectante penetraba inamovible.