¿Dónde quedó la bolita?», gritaba un tipo a la salida del metro Miguel Ángel de Quevedo. Metí la cara entre cinco o seis personas para ver de qué se trataba. Manos rápidas y tres tapaderas sobre un mantel de fieltro. Al centro, a la derecha, a la izquierda ¿dónde? Creí saber, él se dio cuenta. «¿Le gustan cien para empezar?» Abrieron espacio. «A la derecha.» Error, estaba en el centro. Un chaparro pelos quietos se acercó a asesorarme: «Fíjate en la última tapadera que toca». Seguí su consejo y volví a fallar. Perdí, de cien en cien, los seiscientos pesos que traía. Sin una bolsa para esconder la cara, caminé para mi departamento pensando que la novatada de vivir en la Ciudad de Máxico pudo haberme salido más cara.
Mis compas —que no “mis cuates”, como dicen aquí— me lo habían advertido: «Ahí roban, ahí se te echan a perder los pulmones, ahí tiembla, ahí matan, ahí te vuelve loco el tráfico. ¡Ahí las mujeres están refeas y está lleno de chilangos!» Sin embargo, en Chihuahua los empleos son escasos y casi todos tienen que ver con maquiladoras; en una ciudad como el DF, la diversidad de las opciones parecía infinita.
Después de cuatro años de vivir aquí, irónicamente, tengo que escribir un artículo sobre ese prejuicio llamado “antichilanguismo”.
Décadas de conflicto
A mediados de los años ochenta, Roberto Sánchez iba a cumplir 18 años y llevaba 10 viviendo en San Luis Potosí. Cuando acudió a las oficinas del ejército para sacar su cartilla se topo con un: «No, no te la vamos a dar porque eres chilango.» Argumentó que vivía en San Luis Potosí: «Ven otro día y a ver.» Regresó. Le pidieron un comprobante. «Tráenos el recibo de la luz de hace cinco años. No sé cómo le vas a hacer, pero no te la puedo dar si no traes el comprobante.»
A principios de los años noventa, en el legendario Magic Circus del Toreo, el hijo de un dirigente priísta de Tlaquepaque, totalmente ebrio, se trepó a las bocinas. Abrió una tercera botella de champaña y empezó a rociarla sobre quienes bailaban en la pista «¡Ahora sí pinches chilangos madreados, hijos de Moctezuma, aquí está su padre! ¡Madreados miserables!». Por supuesto, el que acabó madreado fue él.
Varias familias defeñas se fueron a vivir a Chihuahua cuando yo iba en la secundaria. Aparecieron compañeros que nadie conocía, que hablaban cantando («¡Está de peeelos, manooo!»), que presumían su ciudad hasta el cansancio («En México, hay mucho más lugares a donde ir») y que nunca habían ido a El Paso, Texas. Nos burlábamos de su sonsonete y de sus aires de suficiencia. Meses antes, el sismo de 1985 había devastado la Ciudad de México. Para inicios de los años noventa, el Distrito Federal tenía 600 mil personas menos. La creencia general, lo que los medios explicaban, era que huyeron de una ciudad en ruinas.
Pero el terremoto era un pretexto. El demógrafo Carlos Welti recuerda que el censo de 1990 se introdujo por primera vez información para estudiar la migración en el periodo 1985-90. La idea aparente era averiguar si el sismo de 1985 había intensificado los flujos migratorios. En realidad se buscaba un dato que maquillara la razón de fondo: la crisis económica. «Es muy fácil decir que un sismo hace que la gente se mueva. Pero no fue el sismo. Fue la crisis.» Los chilangos migraban buscando trabajo.
El extremo se dio en Hermosillo. La frase «Haz patria, mata a un chilango» proliferó como un graffiti anónimo contra los invasores. Los más “patriotas” fueron algunos niños de la escuela Benito Juárez de esta ciudad, en 1986 mataron a golpes al niño Juan Israel Bucio Venegas, chilango. De este crimen informa José Manuel Valenzuela, académico del colegio de la frontera norte en su ensayo “Nuestros piensos”. Fue inútil querer corroborarlo en la hemeroteca tras agotar los registros, queda claro que los periódicos de este año prefirieron hablar del mundial de futbol, no de un infanticidio no de la xenofobia, no de las consecuencias de la crisis.
El escritor Gerardo Cornejo nació en un pueblo de la sierra sonorense, aunque se autodenomina «producto intelectual de la UNAM». Haber vivido en el DF le causó problemas de discriminación con sus paisanos «al regresar a mi estado, hace 23 años encontré tres enfermedades socioculturales: el antisurismo hereditario, la gringofilia pueril y el regionalismo refractario, las tres tenían el mismo origen: la ignorancia, los prejuicios, el desconocimiento del país.»
Acostumbraba a vivir sin que nadie opinara sobre su forma de ser, Bárbara Mendoza se fue a vivir a Los Cabos. Aunque nació en Chalco, Estado de México, en Baja California era simplemente chilanga. «Fui candidata a Señorita Cobach y la noche de la presentación me puse una falda larga a cuadros bien grunge, una playera de gatito y unas botas largas. Todas las demás iban de vestidito de noche. Por supuesto no gané, era la chilanga rarita. Las chavas me metían la pierna para hacerme caer ¿por qué? Pues por puro resentimiento social y envidia, porque yo escuchaba a Nirvana y ellas a la Banda del Recodo.»