Jesús Noriega
A veces, aun queriendo, es imposible sacarle la vuelta a los calificativos. Así pasa con lo que se vive en las administraciones recién estrenadas, ya sea en la escala estatal o en el más modesto de los municipios del estado de Sonora.
El comportamiento marrullero e irresponsable durante la etapa final del gobierno saliente, impidió que el relevo de la administración se diera en términos burocráticos correctos, o en su defecto, con las mínimas cortesías republicanas.
El ejemplo, por desgracia, se repitió en municipios en los que debían tomar posesión los opositores.
Por esas distorsiones en el servicio público, es que los ciudadanos escuchamos las quejas cotidianas de quienes triunfaron en las elecciones.
Apenas se acomodan en el escritorio para enterarse de las responsabilidades y caen en cuenta que no existen archivos ni en discos duros de computadoras ni en los libreros, o que hallaron en completo desorden los registros oficiales.
En otros casos, los alcaldes electos se quejan de activos fijos incompletos y en malas o pésimas condiciones. Estas situaciones no sólo entorpecen sino que en muchas ocasiones impiden el uso y el aprovechamiento óptimos de los recursos públicos para beneficio de la comunidad.
Enrarecer el clima social en los tiempos poselectorales, o enturbiar la transición política con artilugios legales, y en algunos casos hasta con recursos extralógicos, con la malsana intención de dificultar el arribo y el quehacer a las nuevas administraciones, es asunto de moral pública y de ética en el servicio público.
Esas prácticas fueron el caldo de cultivo en el que se dio la desaparición de parte o la totalidad de los materiales, archivos impresos y digitales, documentos técnicos o administrativos que respaldan el ejercicio de las funciones públicas, desde ningún punto de vista puede considerarse asunto banal como para simplemente anotarlo en el álbum de las anécdotas.
Se trata de una práctica muy extendida en nuestro entorno, que por lo repetida, algunos llegan a pensar que es “lo normal”: el funcionario que entrega escamotea lo que tuvo a su resguardo, porque se piensa propietario de los espacios, bienes, archivos, documentos, libros e incluso de la correspondencia oficial recibida durante su gestión.
El funcionario que recibe, que ordinariamente no tiene mínima idea de lo que abarca el marco funcional que le compete, primero, pasará días o semanas para que identifique faltantes, eso en el mejor de los casos, porque nunca falta el desorientado que considere “normal” que el antecesor se apropie o desaparezca bienes, inventario o recursos oficiales. Total, ya llegara su propio turno.
Esto que acontece cada tres o cada seis años, según sea el caso, es una práctica deshonesta que exhibe claras señales de impericia administrativa, de improvisación en el servicio público, de reprobable actuación patrimonialista; pero muy en espacial, de nulo respeto a los ciudadanos.
Aquí mismo en Infocajeme, en el tablón de comentarios que está enfrente, vemos como grupos de burócratas cultureros del municipio, desde el cobarde anonimato, se ofenden, se reclaman, se exigen mutuamente espacios para los que se sienten no únicamente merecedores sino dueños.
Hay virtudes que ni el oficio de las bellas artes otorgan, porque eso que leemos se llama patrimonialismo y es signo inequívoco de ineptitud técnica y moral para la función pública, pero además, el uso de los anónimos denota carencia de honor.
Y estos sucedidos, tanto los de la cultura cajemense reeditados en incontables oficinas del gobierno estatal y del municipal, aparte de que reflejan comportamientos indecentes, pintan de cuerpo completo la escasa calidad humana de muchos de quienes ocupan cargos superiores, intermedios o medios en oficinas públicas.
Lo dije en una reunión abierta a los ciudadanos, lo oyó alguien que ahora despacha como presidente municipal, y lo refrendo: que era una tarea imprescindible cuidar la integridad de los datos, porque para que se conviertan en información y sean utilizados como conocimiento en beneficio de las sociedades inteligentes, no sólo requieren el aprovechamiento de programas cibernéticos extraordinarios, sino que en principio estén disponibles.
Todo indica que a estas fechas batalla incluso para encontrar clips.
Los problemas no están sólo en el egoísmo y la distorsionada concepción de Estado y de los espacios públicos en los que se gobierna, por parte de muchos funcionarios no ratificados, sino crudamente, en las desbalagadas competencias e inhabilidades para el ejercicio público de los encargados de recibir al ente administrativo, que en muchos casos, serán los mismos ocupantes de los puestos estratégicos en los gobiernos que comienzan.
Ojalá aprovechen el periodo de gracia que concede la ley para inconformarse y reclamar adendas.
Ya no es opción dar treguas: los nuevos funcionarios deberán asumir conceptos responsables de lo que significa trabajar en espacios del sector público; es imprescindible implantar sistemas de profesionalización de los servidores públicos para evitar el enorme dispendio de recursos de cada nuevo periodo; a los burócratas les urgen cursos de
moral y ética, a todos los niveles, porque su importancia rebasa las ventanillas de atención ciudadana; la función pública debe constituir o un proyecto de vida o un plan de carrera, para superar de una vez por todas la típica concepción del burócrata ocasionado y logrero, o peor aún, del oportunista que usa los espacios públicos cómo salvavidas laboral o de trampolín para corruptelas.
Por los testimonios y evidencias que abundan en las oficinas públicas de Sonora, fue que al inicio de la nota afirmo, que a veces ahorrarse adjetivos, es tarea poco menos que imposible.
Saludos a los compadres de la Colonia Allende.
Jesús Noriega