|
||||||
“Que llegues a ser alguien bueno, Comienza una nueva década y con ella, un sentimiento de angustia, de miedo, de incertidumbre. Hace dos lustros el mundo se preparaba para recibir “el año cero” y las profecías, los augurios, los vaticinios respecto del destino del planeta fluctuaban entre el optimismo más ingenuo e ignorante hasta la fatalidad y el oscurantismo de los “apocalípticos” quienes aseguraban que el mundo, tal y como lo conocemos, estaba a punto de desaparecer. La cultura del espectáculo masivo de la televisión y de internet, contribuían a acrecentar nuestra desolación sumergiéndonos en una vorágine de imágenes burdas y crudas de las torres gemelas en llamas, de la guerra en Irak, de las matanzas en Ruanda, de los ajustes de cuentas entre el narcotráfico, de las muertas de Juárez, de los abusos contra inmigrantes, de la red de pornografía infantil y de los sacerdotes pederastas, por un lado. Por otro lado, y para nuestra fortuna, creo yo, las manifestaciones a favor de los derechos civiles alrededor del mundo se hacían cada vez más evidentes. Comenzaban a cobrar fuerza los desfiles del orgullo gay y lésbico, los matrimonios entre personas del mismo sexo en diversos lugares, eran televisados sin censura, las protestas a favor del aborto frente a parlamentos o frente a cedes religiosas, empezaban a ser cosa de todos los días. Surgían cada día nuevas organizaciones no gubernamentales que luchaban por los derechos de los discapacitados, de los enfermos de sida, de las minorías étnicas. Eso estaba muy bien, porque hablaba de nuestro “avance” por lo menos en un terreno escabroso y difícil. Pero también se empezaron a poner de moda, diferentes “sectas” cristianas que contaban con canales de televisión propios, predicadores elocuentes y conmovedores cuyas voces mesiánicas conminaban a arrepentirse y a enderezar el camino porque “el fin está cerca”. Pero para aligerarnos la carga y alegrarnos la vida, dentro de todo este “circo mediático” surgieron (¡Gracias a Dios!) los “reality shows”; cobraron auge los programas de concursos de belleza, las tan socorridas telenovelas, los deportes las 24 horas del día, los programas de chistes y de un humor de lo más vulgar y corriente y, por supuesto, los programas de chismes del espectáculo. La televisión por cable y el internet, nos proveyeron de todo lo necesario para estar “bien” informados y para ser “felices” y estar entretenidos. También cobró auge el “Feng shiu”, la aromaterapia, los masajes relajantes y los tés antiestrés. Claro, todo esto es mucho más fácil y es más “cool” que estudiar la Biblia, acercarse a Dios y “portarse bien”. Así las cosas, esta última década se ha caracterizado por un culto a lo efímero, a lo banal, una deshumanización y falta de solidaridad ante el dolor de los demás, un sentido de competencia impuesto por la cultura del consumo masivo y un estancamiento absoluto (o más bien retroceso) en el ámbito de la cultura, la ciencia, el arte y las ciencias sociales, en general. Todas estas áreas del quehacer humano que son las que nos permiten desarrollar nuestras mejores virtudes como personas, nuestro sentido de pertenencia a una comunidad, nuestra solidaridad con el otro, nuestro amor por la vida en todas sus formas y que nos hacen también, seres más inteligentes, son ahora vistas como algo superficial, anacrónico, inútil. Entre quienes somos adultos concientes y responsables, en gran medida, del rumbo del planeta y que nos asumimos como tales, el sentimiento es de orfandad, de desprotección, de incertidumbre y de miedo comenzó a hacer presa de nosotros. Es como si fuésemos sólo algunos de nosotros quienes, como el salmón, nadamos contracorriente en un mundo que nos resulta cada vez más absurdo y carente de sentido y del cual no sentimos formar parte. Nos da miedo. Nos aterroriza pensar que nuestros modelos a seguir, nuestros patrones de adultez, estén todos muertos y enterrados y no hallemos eco a nuestras demandas de paz, de justicia social, de igualdad, de respeto de tolerancia en ninguna figura “adulta” de la vida pública. Ni en los políticos, ni en los líderes religiosos, ni en los nuevos “intelectuales” (entrecomillo porque parece que éstos son, también una especie en peligro de extinción). Los padres actuales se quejan y se lamentan de que sus hijos son groseros, irrespetuosos, vulgares, inconscientes. Que exigen tener lo último en tecnología, carro propio y ropa de marca y que a cambio no les interese la escuela, la familia ni el trabajo. Reprochan a las escuelas, a los amigos, a la televisión y al internet la mala influencia y la falta de “valores” que promueven o, al menos, permiten. Pero, ¿será cierto? ¿Qué modelo de adulto son ellos para sus hijos? ¿Promueven entre ellos valores trascendentales como la amistad desinteresada, el afecto, el apego a las tradiciones, a la familia, a las buenas costumbres? ¿Los incitan, con su ejemplo, a leer, a cultivarse, a estudiar, a aprender cosas buenas? Cuando echamos un vistazo a nuestro alrededor, nos percatamos de que los jóvenes actuales no son más que el reflejo de sus padres, sólo que con 25 0 30 años menos. El papá: ¿Cómo exigirle a mi hijo de 15 años que sea responsable al conducir o que no beba y diga groserías, si yo cincuentón, panzón, calvo y miope, manejo mi Harley Davison, me emborracho todos los fines de semana con mis cuates oyendo Heavy Metal y hablo puras palabrotas?¡Ah! Pero eso sí, “soy bien cuate de mi hijo”. No lo regaño ni lo castigo y a cambio, él es mi “cómplice” en ciertos “secretitos”.
No. Los padres no deben ser amigos de sus hijos. Amigos tienen muchos. Lo que ellos necesitan es una figura de autoridad en la cual puedan apoyarse y a la cual puedan imitar para crecer como personas responsables de sus actos y de sus vidas, libres e independientes. Como eran los padres de algunos de nosotros, que ahora tenemos entre 40 y 50 años, a quienes era impensable que pudiésemos contrariar o tratar como a cualquiera de nuestros amigos. Los hijos necesitan alguien que los ayude, en quien puedan confiar sí, pero también alguien digno de admiración y respeto. Y las madres que necesitan nuestros hijos deben ser figuras también dignas de respeto y admiración, pero también de ternura, de amor y de apoyo. Pero, ¿qué ha pasado entonces, en las últimas tres décadas? ¿En qué momento los padres decidieron dejar de serlo y delegar su responsabilidad en unas instituciones que han demostrado ser incapaces de suplir la figura de autoridad de ellos, como la iglesia o el estado, ya que éstas están tan desacreditadas o más que la propia familia? Luc Ferry, filósofo francés y ex Ministro para la Juventud, Educación e Investigación en su país, tiene una hipótesis (con la que estoy perfectamente de acuerdo). En su libro Amor y familia (Taurus, 2007), Ferry argumenta que el mayor desafío de la sociedad contemporánea es el e recuperar los valores tradicionales que sólo surgen a partir de una revalorización y de una “sacralización” de la familia. Idea presente también, en Fernando Savater, especialmente en su libro El valor de educar (Ariel, 2002). Ambos filósofos sostienen que es en la familia y sólo en ella en donde pueden surgir valores como la solidaridad, la ayuda mutua, el bien común, el sentido de pertenencia, el arraigo y las tradiciones. Cito: En la familia, y sólo en ella, subsisten y se ahondan formas de solidaridad que en el resto de una sociedad dominada por completo por los imperativos de la competitividad, la competencia y el consumismo, parecen haber desaparecido del mapa. Sólo por ellos, por los que amamos, y sin duda por extensión a los demás seres humanos, estamos dispuestos a olvidarnos espontáneamente de nosotros mismos, a reencontrarnos con la “trascendencia” y el “sentido” en una sociedad que fomenta sin cesar las tendencias contrarias. (Las comillas son mías) (1) Pero para cultivar todos esos valores que sólo pueden surgir en el seno familiar, el individuo debe primero, tener “tiempo” y segundo, estar dispuesto a renunciar a un estilo de vida hedonista y que exige la satisfacción del deseo fácil y rápidamente. Pero he aquí que surge la paradoja de la vida actual: Para tener mucho dinero y poder satisfacer mis deseos y mis caprichos, debo estar dispuesto a dar mi vida por una empresa o un negocio y convertirme en un “engranaje” de la organización y como esto no me dejará mucho tiempo para dedicarme a cultivar el espíritu, pues hago lo que las corporaciones me incitan a hacer: me relajo, me divierto y me olvido de los asuntos importantes. En pocas palabras, como dice Luc Ferry, “el adulto ideal es aquel que es un trabajador incansable (workaholic) de día y un parrandero o juerguista durante la noche.” (2) Por eso es que crecer, duele. Por eso es que crecer es tan difícil. Es más fácil andar por la vida aferrándose a una juventud frenética que se nos fue hace mucho y que ya no tenemos la energía ni la salud ni la vitalidad para sostener. Es más fácil culpar a “papá” gobierno, a las instituciones, a la escuela, a los medios masivos, y, en fin, a todos esos “entes malignos” que contaminan y corrompen a nuestros jóvenes antes de asumir nuestra responsabilidad directa en su educación. Y por eso los jóvenes, al no tener ya patrones de autoridad ni figuras de respeto, basan su comportamiento en el de los “rock stars” o las “young divas” de las revistas de espectáculos o de la televisión que son también, curiosamente, los ídolos de sus padres. Así las cosas, pareciera que estuviésemos viviendo en un mundo sin adultos. En donde, en todo caso, los pocos que quedan, son septuagenarios relegados a sus asilos y que viven de sus pensiones, por quienes nadie tiene ningún interés y ningún respeto y que son como “curiosidades” o “rarezas” en un mundo que cada vez rinde más culto a la juventud y a la apariencia. Ellos, los viejos, los “rucos” no entienden nada, no se enteran de nada, pensamos equivocadamente. Ellos, seguramente son testigos silenciosos de este sinsentido en el que vivimos y deben sentirse profundamente tristes y confundidos al ver cómo sus descendientes, hijos primero y nietos después, echan por la borda toda una vida de esfuerzo y sacrificio que ellos dedicaron a nosotros. Despreciando un legado de tradiciones y valores que ellos mantuvieron vivos mientras pudieron y que eran el cimiento bien sólido sobre el que nos educaron y que sólo puede resurgir del seno familiar. Por eso es que debemos replantearnos nuestra vida en términos del papel que a cada miembro de la familia le toca desempeñar y no afanarse en ser una “comuna de hippies adolescentes” en donde cada quien hace lo que quiere cuando quiere. Ser “siempre joven” no necesariamente implica el “verse” joven o el comportarse como los jóvenes. No, la verdadera juventud es de espíritu y surge de una constante renovación en el terreno intelectual, afectivo y espiritual, de la que, a su vez, nace nuestra capacidad de admiración, nuestro amor por la vida, nuestra madurez como personas pero también nuestro asombro ante las cosas sencillas, cotidianas. Eso sí es ser joven. Como los niños pequeños, para quienes el mundo entero es una oportunidad de explorar, de aventurarse en lo desconocido, de descubrir, de inventar, de maravillarse y de ser felices. Eso es a lo que se refiere Dylan en el estribillo de la canción que sirve de epígrafe a este escrito, “Forever Young”. Teresa de Jesús Padrón Benavides
(1) Luc Ferry, Amor y familia, Taurus, Madrid, 2007, p. 83. (2) Ibid, pag. 76. |
||||||
Copyright © 2006-2024. Todos los Derechos Reservados |