Privatización e ignorancia
Carlos Monsiváis
Domingo 23 de Septiembre de 2007
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) le ha pedido al gobierno de Felipe Calderón (18 de septiembre de 2007) privatizar la educación media y superior de acuerdo a una consideración generosa: el modelo actual de financiamiento no es eficiente en términos de la distribución de su gasto, porque 84.4% de los fondos se dedica al pago de los salarios de los maestros.
También, la OCDE sugiere no aumentar el gasto educativo hasta que se eleve la eficiencia en el manejo de los recursos; de lo contrario “se corre el riesgo de que esa inversión sea un puro y simple desperdicio”. Con alivio, advierto que la organización no exigió la renuncia simultánea de Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador.
El manejo de las cifras es, si se atiende a las conclusiones, por lo menos inescrupuloso: es cierto que el magisterio absorbe la mayor parte del presupuesto, pero esto no señala los privilegios de un gremio sino la penuria presupuestal de las universidades públicas.
Es cierto que México está a la zaga de los 30 países miembros de la OCDE, con el último lugar en el porcentaje de la población universitaria, pero eso no indica el fracaso de los estudiantes sin recursos sino la catástrofe de los regímenes federales y estatales empeñados en uncir el presupuesto a ocurrencias que llaman cada sexenio “planes educativos”; México está presumiblemente en el último sitio de las naciones con el índice de terminación en educación media y superior, el penúltimo lugar entre los jóvenes de 15 a 19 años matriculados en el bachillerato, la posición 31 de 36 países participantes en el estudio, en el porcentaje de población de 25 a 34 años con educación superior, el sitio 31 en gasto por estudiante desde primaria hasta nivel superior, y el último lugar en el porcentaje de graduados del doctorado, con sólo 0.1%.
Nada de lo anterior apoya la exigencia de privatización.
El martillo teórico de este llamado a la privatización de la enseñanza, la doctora Blanca Heredia, directora de la OCDE en México para América Latina, desdeñó (o tal vez un verbo parecido, elija usted: minimizó, despreció, hizo a un lado, se burló sofisticadamente) los costos que tuvo esta propuesta en la UNAM:
Más allá del territorio de la UNAM, ¿a quién le beneficia ese estado de cosas (la deducción gratuita)? ¿De verdad le beneficia a la mayoría de la población? ¿De verdad con esa estructura la mayoría de los mexicanos van a tener más posibilidades de acceder a la educación superior? Y hay que ver a instituciones públicas ejemplares que han hecho experimentos en aras de la privatización... La inversión en ecuación genera beneficios estrictamente privados y como tal tienen que ser asumidos por la persona.
Ya entrada en la autopista de la metáfora, la doctora Heredia, seguramente influida por el pensamiento alegórico de la campaña de 2006, emite un apabullante juego de imágenes:
“No parece muy buena idea aumentar el gasto en educación sin que antes se eleve la eficiencia de los recursos: si hay una situación en la que se necesita más agua y se sirve agua carísima en una coladera, te vas a quedar con poco agua... (entonces) parecería mejor idea cerrar los hoyos a la coladera antes de poner más agua en ella”.
Así, México deja muy poco para invertir en otros rubros porque 96.9% del gasto educativo se destina a gasto corriente y, dentro de este concepto, 84.4% se canaliza a pago de maestros. Así, el país sólo dedica 3.1% al gasto capital, porcentaje menor al promedio de la OCDE, que es de 9%.
Casi hasta los últimos años del siglo XX la derecha quiere desacreditar la capacidad formativa de la escuela pública y para ello difama la educación laica. Durante un periodo prolongado se consigue muy poco, luego, al unificarse la perspectiva ideológica de las clases gobernantes, en el proceso que culmina con la adopción del neoliberalismo, se desata el ataque frontal a la educación pública, que es según sus detractores, muchos de ellos pagados por el Estado laico al que menosprecian, el refugio de los que no pueden ir a otra parte, el hacinadero de los carentes de acceso a la alta tecnología y a los compañeros de aulas que serán poderosos porque sus padres ya lo son. (A estas alturas ya da flojera fundar dinastías).
El neoliberalismo mejora la propuesta. Da igual que la educación pública se componga de nacidos para perder, lo intolerable es que la educación media y superior no se haya convertido todavía en una zona de ganancia empresarial. Si no hay instrucción moral, allá su infierno populista, pero que haya quienes estudien sin pagar, eso rebasa la paciencia de la macroeconomía. A la OCDE ni siquiera le preocupa que la inmensa mayoría no pueda pagar. ¿Para qué nacieron si no tenían crédito?, podrían decir con lógica parecida a la metáfora de las coladeras.
Se da por sentado: enseñanza pública (y laica) es la propia de los “nacidos para perder”, de los que nunca tendrán acceso a los estímulos del desarrollo (viajes, facilidades de estudio, prestigio de clase). Esta operación contra la educación pública pretende no destruirla del todo (para qué, dejen la enseñanza primaria, está bien que los asalariados sepan leer y escribir), sino alabar lo rentable y, de paso, atestiguar la suerte atroz de la gleba, del populacho, de los cuales —asista al sorteo del destino— sólo un puñado se integra a la clase gobernante, mientras la mayoría, es de suponerse que por lealtad, se aferra a la base de la pirámide. Son innegables las limitaciones de la educación pública, como las de la privada, pero en el caso de la primera los dicterios de la élite no provienen de la observación y el análisis sino de la certidumbre: fuera de los centros educativos de la élite aparece el abismo.
No aludo aquí a la calidad de la educación pública y privada sino a la campaña de desprestigio intenso contra los universitarios que no pagan por la formación que reciben. Si bien con la UNAM las calumnias se han desbaratado, en el caso de la educación elemental se ha implantado la especie: ventaja de clase es destino. Inmorales porque no reciben enseñanza religiosa; fracasados porque viven la educación pública. Iván Illich demostró con brillantez las consecuencias lamentables del mito de la escolaridad que iguala el fracaso en la escuela con el fracaso en la vida, tal y como lo señaló en una época el término destripado, el que al abandonar los estudios “se le salen las tripas”. Esto, dicho sea de paso, comienza a modificarse al filtrarse el nuevo lugar común: el título de licenciado ya equivale a un segundo certificado de preparatoria, es decir, la educación privada que vale la pena ocurre fuera.
No se admite lo innegable: tras el menosprecio frenético de las escuelas públicas se levanta otro capítulo de la lucha de clases (versión globalizada: habita la miseria integral aquél que en su correspondencia todavía usa timbres postales), y esto se agrava en los sectores indígenas y, en general, en la aplicación del presupuesto. A los niños indígenas se les relega estrepitosamente, mientras los recursos educativos disminuyen. El neoliberalismo exige países competitivos nada más atentos a la productividad, y le da igual (es decir, le molesta) la capacidad educativa de los sectores populares.
Privaticen y expúlsenlos del espacio vital. La moraleja queda pendiente.