La pregunta ha sido formulada ad nauseam: ¿habrá un nuevo estallido social en México en el 2010 coincidiendo con el bicentenario y el centenario del inicio de dos grandes rebeliones? Desde luego que no hay forma de saberlo.
Las capacidades de predicción de las ciencias sociales son mínimas. No obstante, no es ocioso formular la pregunta e intentar ahondar en temas centrales de nuestra realidad.
En un análisis clásico de las revoluciones, aparecido hace más de 70 años (The Anatomy of Revolution, [Nueva York: Norton, 1938]), Clarence Brinton elaboró una hipótesis que sigue siendo muy sugerente: en los momentos más difíciles de una depresión, los más afectados -las mayorías- no tienen energía más que para luchar por sobrevivir, no para protestar. De ocurrir, los estallidos de rebelión en contra del orden establecido vienen después, cuando lo peor ya pasó.
Ese tipo de generalización cuadra bien con la explicación de revoluciones como la francesa o la cubana e incluso con las dos rebeliones que se conmemoran hoy en México: las de 1810 y 1910, aunque ya no tanto con la revolución bolchevique.
Como sea, del análisis de Brinton se desprende que, por ahora, el grueso de los ciudadanos mexicanos estará más preocupado por capear el temporal que por ajustar cuentas con sus dirigentes.
En todo caso será en la coyuntura de una próxima recuperación cuando es más fácil que se materialice el descontento acumulado.
Por tanto, si las elecciones de 2012 o algunas de las locales que vienen antes se llevan a cabo de una forma y en un ambiente como el del 2006, se estaría jugando con fuego.
El sentimiento de injusticia originado por variaciones agudas en los precios de bienes de consumo popular, por la carestía o por el empeoramiento de las condiciones de trabajo es elemento central en la explicación de motines u otras formas de descontento social, algo que Barrington Moore ya exploró en el caso de los trabajadores alemanes en Injustice: The Social Bases of Obedience and Revolt (White Plains, N.Y.: M. E. Sharpe, 1978).
Un historiador norteamericano especializado en temas mexicanos, John Tutino, ha estudiado los levantamientos campesinos que han tenido lugar en México desde el inicio del movimiento de Independencia hasta los años del cardenismo.
Su conclusión es que entre 1810 y 1930 las insurrecciones agrarias se volvieron tan comunes en nuestro país que su existencia y desarrollo influyeron de manera decisiva en la conformación del México moderno (De la insurrección a la revolución en México.
Las bases sociales de la violencia agraria, 1750-1940 [México: Era, 1990], p. 9). Ahora bien, un componente central de esos estallidos campesinos fue la existencia de un sentimiento de injusticia que dio por resultado eso que Moore llamó una "indignación moral políticamente efectiva".
Antes de 1810 no era frecuente que las clases subordinadas interpretaran su condición como producto de acciones humanas y asignaran culpas a instituciones o personas con nombres y apellidos y se rebelaran contra ellas. Hasta entonces, esa parte mayoritaria de la sociedad se explicaba su miserable situación como parte de un orden predeterminado por fuerzas más allá de lo humano -por la voluntad de Dios.
Sin embargo, en 1810 el llamado a las masas de un cura criollo -de un hombre de Dios y de "los que mandan"-, apoyado por militares criollos para enfrentarse al "mal gobierno", fue decisivo para que un buen número de indios y mestizos de El Bajío -región agrícola y minera próspera y cambiante- dejara su pasividad y se llenara de una "indignación moral políticamente efectiva".
Para 1910, México contaba ya con un siglo de movimientos de protesta, rebeliones y guerras civiles. En esa circunstancia resultó más explicable que una parte de las clases populares y medias aceptaran la propuesta de los antirreeleccionistas de hacer responsables de su precaria condición a quienes desde hacía un buen número de años acaparaban los puestos de mando y privilegio: jefes políticos, gobernadores, secretarios de Estado y, finalmente, al propio Presidente, a Porfirio Díaz.
El agravio de la mayoría miserable frente a la espléndida vida de la oligarquía porfirista fue relativamente fácil de formular, pero el transformarlo en acción política e insurrección requirió de fisuras entre las elites así como que Madero -un miembro de los grupos adinerados- actuara como el catalizador que animó a líderes populares -Pascual Orozco o Francisco Villa- y sus seguidores a arriesgarse a plantar cara a la dictadura.
Hoy
En el México de hoy, se puede detectar la existencia de un sentimiento generalizado de agravio frente a los dirigentes políticos y económicos. Los responsables de la catástrofe económica, social y, finalmente, moral del país tienen rostro, nombre y apellido.
La cuestión a dilucidar es saber si un entramado institucional tan débil y corrupto, como es el nuestro, va a tener la capacidad de conducir por la vía pacífica y constructiva ese agravio, ese sentido de injusticia, sobre todo cuando lo peor de la depresión económica realmente haya pasado.
Ésa es nuestra gran incógnita.