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Lunes 25 de Nov de 2024
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El Perro Policía

Jesús Noriega
Viernes 26 de Febrero de 2010
 

Hace muchos, muchísimos años, cuando tirar tarrayazos a las aguas que rodean la Isla Huivuilai fueron lances seguros como para agenciarse cardúmenes de agua salada con unos cuantos pajuelazos; bueno pues, hasta las jaibas salían del agua desenredándose de la bolsa. Hace tanto tiempo, que ya chorreó medio mar por los canales de la Bahía del Tóbari.

Entonces volvíamos a casa con el botín de pescados robados al mar; eran tantos, que tras escoger los del consumo familiar, el resto se hervía en revoltura en el tanque enorme que holgazaneaba con la boca abierta sentado en la hornilla y a sombra del mezquitón. El ojo discriminador de mi madre destinaba la chiruza de pescados para el alimentaje de la parvada de gallinas que criaba en el desvencijado gallinero.

A los morrillos nos tocaba cuidar los hervideros de la manigua, y a su tiempo, cuando los hervideros cambiaban el color que los pescados, que les ponían los ojos blancos, era porque ya estaban convertidos en manjares deliciosos y había que colarlos y poner el revoltijo de fiambres en los comederos; adonde llegaba la chusma de gallinas alharaquientas que a picotazo bravo bruñían esqueletos, dejando los espinazos mondos y lirondos, tal y como se pintan en las caricaturas.

En el reparto de las faenas, a los hombros infantiles les tocaban dos tareas: una, que no quedara niúnsolo pescado en el caldero; y dos: religiosamente recoger el regadero de esqueletos que dejaban las gallinas tras refinarse los pescados hervidos. En esos trotes comprobé que las gallinas no sólo comen granos.

Voy al punto…, entre pescados, gallinas, vacas y chivas, destacaba el perrazo pastor alemán que un gringo olvidó en Cajeme y al que el abuelo en buena hora designó centinela campeño del predio agrícola que le pertenecía; en buena hora, porque además, nos divertía a los moconetes que vivíamos en los cobertizos de asbesto que hacían las veces de “casco” de El Campo, punto de reunión y resguardo de la maquinaria y artefactos agrícolas.

Pastor alemán, y los aires de la postguerra oliendo aún a pólvora, fue muy natural que al perrazo aquél lo mentaran “El káiser”. Con el paso de los días el tal perro se convirtió en referencia obligada de precaución; los lugareños, sorprendidos por los ladridos que rayaban en rugidos, pasado el trance del encuentro, elogiaban la alzada y el vigor del animal.

Mis hermanos Alfredo y Arturo junto conmigo, éramos fanáticos del “perro policía”. Lo adorábamos y nos quería, juntos íbamos a explorar las orillas del canal, a desentrañar los secretos que se escondían en los escondrijos campeños.

“el káiser” brincoteaba y se encendía como nosotros ante las sorpresas de los lares apenas desmontados: perseguía un conejo o una liebre por allá, correteaba ardillas que saltaban presurosas con la cola izada a buscarse refugios, le gruñía a la culebra en el charco, escarbaba los tuzeros de topos que tímidos corrían a esconderse tras ruidos y movimientos, o retaba a los juancitos presumidos que aventaban el pecho adelante encaramados en las lomas o en el bordo de los drenes y, a ladridos sacaba de la modorra pájaros de todos tamaños y colores que picoteaban espigas o cuachaban espantapájaros de la siembra.

El que escribe, un día se fue a jugar a “la cebollita” con la prima que murió el mes pasado y colgó del clavo del mezquite el esmero con el que metía el colador para revisarle restos al perol de los pescados y “el káiser”, porfiado y voraz, se echó un clavado al líquido tibio para rescatar del caldo espeso varios pescados que se tragó con todo y osamentas.

Ni el pasto que tragó, ni los collares de limones que trajo por semanas curaron a “el káiser”, se consumió en vida hasta quedar en puros huesos. En poco tiempo acabó el garboso chucho convertido en famélico remedo de su estampa: perdió montones de kilos y el empaque; aquel pelo afelpado y brillante que era la apostura le quedó trasquilado y cenizo y el potente ladrido tornó en quejido dislocado, débil y perturbante.

No hubo poderes humanos ni remedio que alivianara al chucho. Propios y ajenos hicieron maniobras dolorosas para quitarle las espinas del hocico, la lengua y la garganta, pero el daño lo traía metido tan adentro que fue imposible alivianarlo. No hubo opciones para el perro: de por sí eran pocos los médicos de humanos, por el rumbo ni pensarse que existieran los veterinarios

Aquél perrazo que inspirara respeto terminó tal y que fuera el rocinante canino: enjuto, desteñido, despernancado, lastimero y echado siempre al amparo del escondrijo que formaban las gruesas raíces del viejo álamo de Lombardía. Día con día los hermanos tomábamos turnos en la tristeza sin hacer relevo de ella; es decir, uno primero y luego el otro soltábamos la letanía “pobre káiser le ha de doler mucho” y pasábamos largos ratos mirando y mimando los descarnados despojos de la fiera que fue.

Los tres hermanos pasamos los días de aquella temporada tristes y desencantados. Se consumió “el káiser” en las astillas encajadas en sus fauces y una mañana friolenta amaneció muerto al fin. Corrió Arturo a avisarnos con gritería y lloriqueo infantiles: “¡se murió el káiser!, ¡se murió el káiser!” y salimos al refugio fúnebre empujados por la sorpresa de la muerte maliciada y la novedad de la pérdida. Fue la primera vez que nuestra inocencia sintió ausencias definitivas.

Lloró Alfredo, lloró Arturo, lloré yo. Yo más que ellos. No hubo día en el que no platicáramos de “el káiser”, las horas pasaban recordando las peripecias y las gracias del querido animal, sus mejores momentos. Al paso del tiempo creo que Jesús Noriega, el padre, resintió las tristezas infantiles multiplicadas por tres y una tarde se apeó de la “picap” lanzándole sonrisas y miradas cómplices a la Mercedes.

“Ata, aquí tienes tus chiclosos”; “Turaco, te traje chocolates”; “Chulique, toma tus garapiñados”. Luego dijo, entre serio y divertido: “Vayan a ver lo que está en la caja del carro”, y trenzando con el lance los perfiles del rayo vespertino, tres siluetas infantiles en sombra indivisa, corrimos tropezándonos a asomarnos a la troca.

Allí, en una esquina de la caja metálica, encontramos enroscado al remplazo de “el káiser”: un menguado cachorro negro afelpado, sin pedigrí; aunque sinceramente, para verlo hermoso, poco nos importó el asunto de la genealogía. Encontramos bello al cachorro, en la cría vaciamos el cariño huérfano que dejara el pastor muerto; lo adoramos, nos quiso y protegió hasta el día de su trágica muerte.

Llego al punto… Qué lejos está la infancia de las atrocidades maniqueas del cariño infantil, los tiempos de truncos caleidoscopios del amor, que a la hora del sentimiento y las emociones admitían las concretas categorías del “te quiero mucho, poquito o nada”. Por esa barbaridad fue, que el sobrado cariño del perro muerto, al día siguiente de la llegada de “el negro” fue poco menos que recuerdo lejano.

Pasaron ríos de años desde entonces. Cuando reparo en la capacidad de sorprenderme, agradezco a la vida el aprendizaje del miedo y del temor como recurso para conservar la vida, el azoro como táctica de salvación o el asombro como necesidad vital para que no se me anestesien los sentimientos; agradecido, necesariamente volteo a la infancia y miro al espíritu que hacía pininos en mares de nuevas emociones.
 
Jesús Noriega

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