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La gallina citadina

Jorge A. Lizárraga Rocha
Viernes 05 de Febrero de 2010
 

Jorge A. Lizárraga Rocha

Ahora es el turno de platicarles sobre la gallina citadina que de manera fortuita llegó a la granja. Se trata de una gallina que de repente apareció en la casa de unos amigos en Ciudad Obregón, nadie sabe de dónde salió, pero lo que sí saben es que era muy escandalosa y todas las mañanas despertaba a los dueños de la casa con su cacareo. De cualquier manera, a ellos les gustó la gallina y le empezaron a dejar comida en el patio para que se alimentara, llegó el momento en que Chelo (en el futuro ese sería el nombre de la gallina) se acostumbró a que le dejaran la comida lista y se aparecía todas las mañanas en el patio a comer; después de comer no saben adonde se iba y lo que hacía durante el resto del día. Eso sí, dicen los dueños de la casa que de vez en cuando les pagaba con un huevo la comida que recibía de ellos.

Creo que la tuvieron ahí más de un mes, hasta que se cansaron de ella, después de todo la ciudad no es el lugar adecuado para una gallina, ni para ella ni para quienes la tenían que soportar, pues dejaba sus huellas digitales por todos lados. Pensaron en matarla con veneno pero les dio lástima, también trataron de atraparla pero infructuosamente, la gallina conocía el patio y el techo de la casa mejor que ellos, así que no se dejaba atrapar.

Finalmente, no sé de qué manera, Chelo fue atrapada para deshacerse de ella. Sabiendo mis amigos, pues han ido varias veces para allá, de la granja adonde me voy a disfrutar de la vida, me ofrecieron a Chelo para que me la llevara; claro que les dije que sí, pero en ese momento tenía algunos pendientillos y no la podía ir a recoger. Como no querían batallar con la gallina, ese viernes en la noche la llevaron atada, como si fuera una secuestrada me la dejaron a eso de la 1 de la mañana en la caja de la troca y salieron corriendo para que yo no me pudiera negar a quedarme con ella.

Al ver a la pobre Chelo amarrada pensé en cómo hacerle para que estuviera cómoda, lo más que se me ocurrió fue ponerla en una caja de cartón en el cuarto de lavado, pero sin desamarrarla pues después sería muy difícil volverla a atrapar. Para su mala suerte, ese fin de semana no pude ir a la granja, así que la Chelo se quedó amarrada desde el viernes hasta el lunes cuando tuve que ir a dejarla pues temía que se muriera y en esas condiciones ni para caldo serviría.

Cuando llegamos a la granja decidimos llamarla Chelo, la desamarramos para que se desentumiera y Manuel le masajeó las patas y el cuerpo y le acercó un puño de granos en una tapa de lámina para que comiera. Obviamente la gallina se abalanzó sobre la comida, llevaba dos días y medio sin comer, los otros dos pollos de la granja que andaban sueltos también le entraron al grano, y al compartirlo con la Chelo pensando que era de ella, la aceptaron para que anduviera con ellos. El pollo se llamaba Carlos y la polla la Chipilona.

Así, la Chelo se encontró con un panorama nuevo para ella, al picotear en el suelo este le sabía muy pero muy distinto a cuando picoteaba el cemento de la ciudad, aquí era muy fácil encontrar insectos o gusanos para botanear mientras le llegaba la hora de acercarse a la tapa de lámina adonde encontraría grano, o a ponerse a picotear las sobras de alimento que se le caían al caballo el Prieto.

Los siguientes dos días fueron de fiesta para la Chelo, al verla retozar en la granja siempre picoteando en el suelo, corriendo contenta por la tierra y siguiendo a Carlos y a la Chipilona, me alegré de haberla rescatado de la jaula de la ciudad, por fin estaba en su ambiente natural.

Al tercer día de su estadía en la granja, la fui a visitar para saludarla pero Manuel me tenía una mala noticia: la Chelo y Carlos habían muerto, encontró sus cuerpos con el buche cortado y sin la cabeza, señal inequívoca de que los había matado un zorrillo, pues estos animales no se comen el cuerpo de las gallinas, solamente el buche y la cabeza. Me dio tristeza saber del fin que tuvo la Chelo, y el resto del día, aunque no me crean, me lo pasé pensando en ella.

Al día siguiente, todavía pensando en la Chelo llegué a la con la ilusión de que no debía de arrepentirme ni sentirme culpable de haberla llevado al campo, su ambiente natural, sacándola de la ciudad adonde no pertenecía. Me consolé pensando que esos tres días que vivió en la granja la Chelo fue mucho más feliz que el mes o los meses que se pasó en el techo de la casa de la ciudad. Lástima que la Chipilona no le enseñó que en el campo deben de dormir en lo alto del gallinero o en la rama de algún árbol para estar a salvo de los zorrillos y otros animales.

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