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Martes 26 de Nov de 2024
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Nacidos Para Perder en el Cine Terraza Novedades

Jesús Noriega
Miércoles 17 de Marzo de 2010
 

Jesús Noriega

Las primeras películas de mi vida fueron en blanco y negro. A fines de los sesenta y por puritita casualidad, el mundo se multiplicó haciendo un hueco con sus manos para colectarme luces y voces de artistas desconocidos y ofrecerme tardes-noches inolvidables. Como novedad rezagada llegaron a nuestros rumbos las películas a todo color –multicolor, cosmocolor, eastmancolor y technicolor-, protagonizadas por gentes de nombres impronunciables y hablando el idioma extranjero dominante; mujeres bellas y seductoras junto a hombres apuestos con trajes elegantes de ciudad y rodeados de autos magníficos.

La película The Born Losers, bautizada en castellano con el título "Nacidos Para Perder", fue éxito fílmico mundial a fines de la década sesentera del siglo pasado, y llenó con tronidos exóticos y deslumbrantes los ojos de la inocencia que en el terruño despertaban a la vida. La película es la versión violenta de los jipis, es decir, las tesis fantasmales del antijipismo que los agoreros del caos filtraron a las sociedades periféricas con la ingratitud aldeana de malquistar el movimiento de la paz y el amor. "Nacidos Para Perder" Es un filme de acción de mujeres bellísimas con una pandilla de hombres torvos que gozan los rugidos de motocicletas "jarleidevison", que apuestan la vida en cada lance y violentan las leyes y órdenes establecidos.

En la inmensidad del anonimato urbano cajemense, esa película me rescató del tedio. Fui uno de los fanáticos de la película, muchas veces me entusiasmé al mirarla; sin perderme un minuto las imágenes, durante meses la gocé cada vez como si fuera el estreno esperado. Incapaz de comprender el inglés y leyendo las letras como picoteo de pájaros indolentes, o seguía los subtítulos y perdía la trama o veía las imágenes y olvidaba leer los labios. A cambio, atrapé los trasfondos, las locaciones, las disposiciones, el lenguaje gestual y corporal de los personajes y seguí con esmero los detalles de los paisajes.

Las tardes de martes a domingo, junto con otros chamacos, me trompicaba por fuera de las rejas de maderos cuadrados, dispuestos verticalmente de techo a piso, para que me tomaran en cuenta a la hora del reparto de encargos en el aseo y orden del galerón del Cine "Terraza" Novedades de la Colonia Constitución. Sin importar clasificaciones, el premio para los elegidos sería ganarse el salvoconducto para ver películas gratis desde las primeras filas, y si había chanza, desde la cabina de proyección. Cuando era mucha la “chamacada”, esperábamos que la boletera del ceño fruncido escogiera cuatro plebes que harían las fajinas. Repartida la cancha por sectores, los elásticos morritos nos escabullíamos debajo de las bancas de madera que parecían enormes, para colectar "bachas" con o sin filtro, envases (entonces todos de cristal), cáscaras de naranjas y cacahuates, "toallitas", estrazas ajadas, mantecosas y embarradas de chile que antes fueron cartuchos de churros, bolsas de palomitas y sobras de todo…

"EL CINE NOVEDADES LO INVITA A SU FUNCIÓN DE GALA, VENGA A VER LA PELÍCULA "NACIDOS PARA PERDER", QUE SE EXHIBIÓ DURANTE NUEVE MESES EN EL CINE METROPOLITAN DE LA CIUDAD DE MÉXICO, ADEMÁS DISFRUTE LA PELÍCULA X EN LA FUNCIÓN PRELIMINAR; VENGA, LO ESPERAMOS Y RECUERDE SON DOS PELÍCULAS POR SÓLO DOS PESOS… SU CINE "TERRAZA" NOVEDADES LO INVITA Y AGRADECE SU PREFERENCIA". Desde las cuatro cuarenta, Alejandro Carrillo “martilleteaba” el micrófono con chisguetes de voz aflautada mientras prestidigitaba con manos regordetas el papel manuscrito que guiaba sus palabras. El cuadro lo completaba alguno de nosotros tomando turno para darle vueltas a la viga que sostenía la enorme trompeta que magnificaba las letanías aventadas a toneladas de decibelios por los cuatro costados de la rosa los vientos. Las notas sonoras “tenteleteaban” las intimidades y sacudían aburrimientos en los recovecos que hacían las tardes somnolientas, mientras la vocecilla infantil hurgaba los intereses desbalagados de los cinéfilos avecindados en la Colonia Constitución y alrededores.

Para quienes sólo han vivido la experiencia de la televisión o del video en casa, es difícil entender a plenitud la magia del cine; en los años de estos recuerdos, lenta pero inexorablemente, los cines populares sucumbían al embate masivo de la televisión. Con pocas opciones de divertimento, el cine era entonces la maravilla, magia pura sacada de las orejas y los ojos de aquel reverberante túnel de luz. A falta de techo, las películas se proyectaban bajo las estrellas; la clemente mano de Dios daba giros al magno control de la luz solar y la oscuridad se hacía en el recinto a cielo abierto del “Terraza” Novedades.

Conforme mitigaba sus fulgores el farol natural, prendían los destellos crepusculares y se encendían los murmullos, estallaba la algarabía de la chamacada anunciando que la función de cine estaba a punto de comenzar. Por pantalla aparecía al fondo el ciego y mudo paredón, enjarrado sin gracia y pintado de blanco añales antes. Arrebatados por las imágenes, no reparábamos en los defectos de la proyección ni de la sala, si así podía llamarse aquel canchón con piso de tierra y bancas de maderas rústicas y astillosas.

Hay mujeres hombrunas y hombres “mujerunos”, El Nalo era uno de ésos y su esposa de aquéllas. Cuando no aparecía la mujerota, El Nalo nos daba chanza de meternos a la cabina de proyección. Para llegar al cuarto de cámaras nos entrenábamos en alpinismo en la penosa escalera diseñada por el “antiarquitecto” de la ergonomía y perito del absurdo. Era angosta, empinadísima, sofocante, formada con escalones de medio metro y retorcida a la derecha en dos giros de ángulo cerrado que terminaban en un estrecho tapanco, la emboscada que muy a fuerzas contenía a los proyectores y a dos personas.

Allá recalábamos los conserjes infantiles para ver a El Nalo desempacar rollos de latotas negras o blancas, multiplicarse con manos y dientes para cortar cintas, embadurnar pegamentos invisibles, remendar películas y, luego de prontos tejemanejes, encajonarlas hábilmente en el embrollado mecanismo de relojería que tienen los proyectores.

Entre ruidos monótonos que remedan el traqueteo de trenes, pegábamos saltos cuando se zafaban los carretes o se trozaba la cinta chicoteando ruidosamente tiras sueltas; afuera, la gritería zumbaba el clásico ¡CÁCARO, CÁCARO!, melodía no incluida pero infaltable en la función.

El proyectista ponía oídos de artillero a las rechiflas y mentadas que secundaban los apagones abruptos o los recortes de las escenas “fuertes”… Y no podía ser de otra manera, pues El Nalo aparte de mover “suiches”, desbaratar y armar en segundos el proyector, también cumplía las labores de censor cinematográfico y, con arreglo a sus pudorosos códigos morales o a presiones laborales, recortaba las escenas sexuales que le parecían escabrosas, aunque para ser sinceros, hoy cualquier publicidad con sexo explícito o sin él, transmitida en horarios familiares, supera las mojigatas escenas censuradas de aquellos tiempos. Imposible hacer cálculos precisos de las madejas de horas amputadas por la censura casera del proyectista, que convertidas en fideos de celulosa echábamos al bote de la basura.

La primera vez que tuve en mis manos una cinta de cine me sorprendí: eran cientos de cuadros estáticos con fotos repetidas en positivo, entonces supe que al reproducirse la cinta a la velocidad de veinticuatro cuadritos por
segundo se originaban el movimiento de las imágenes.

A finales de los sesentas, en los entresijos del Obregón arrabalero, lodoso o polvoriento según la temporada, mis ojos azorados se bebieron en el Cine Novedades algunas joyas del celuloide, de ellas recuerdo: Un Hombre Llamado Caballo, Casablanca, Lo que el Viento se Llevó, El Bueno, El Malo y El Feo, El Planeta de Los Simios y Contacto en Francia. Las películas del Cine Novedades fueron ventanas abiertas al mundo y referentes que inevitablemente contrapesaban el entorno; pero "Nacidos para Perder", la película del falso jipismo violento, tuvo influencias excepcionales en mi imaginación.

"Nacidos para Perder" podrá juzgarse película regular, insípida según otros, o apología de rebeldes sin causa, pero marcó mis entendederas con un antes y después por razones que juzgo extrafílmicas. En las noches de ensoñaciones fugaba el espíritu y recorría el mundo entero montado sobre rugientes cabalgaduras de motonetas imaginarias. Fue el cine el que entonces puso mis límites más allá de mis posibilidades reales.

Las imágenes de la pantalla me mostraron que tras los confines del barrio existían mundos diferentes al que conocía y heredaron los retos de andar los caminos que esperaban el tránsito de las voluntades del chamaco a las acciones del hombre.

En voz de viejos los susurros de amor suenan a caricias lascivas y perturbantes, pienso para mis adentros, mientras al lado del pensamiento autobiográfico oigo el poema "Tía Chofi" de Jaime Sabines declamado por Sabines: “Amanecí triste el día de tu muerte Tía Chofi, pero esa tarde me fui al cine e hice el amor...”

Con el inédito ronroneo de motos que escuché en "Nacidos para Perder", tuve oportunidades de ficcionar mi presencia en mundos distantes, ajenos, incluso extraños, inaccesibles en apariencia pero que curiosamente al calor de los pensamientos íntimos, nunca sentí impropios ni imposibles. El cine perfiló gran parte de mis anhelos e influyó en mis perspectivas y aspiraciones.

¿Cómo explico la contradicción? La película que retrata supuestos aquelarres de una pandilla de motociclistas salvajes y desadaptados sociales, es la misma que me cautivó y advirtió la existencia de mundos distintos…

La película "Nacidos para Perder" marcó, porque significó que más allá del chacoteo de barrio había mundos desconocidos que esperaban; que la vida no se agotaba en las vivencias chatas y “socrosas” del contexto; que si la grisura de existencia era el primer escalón a vago motorizado, tampoco implicaba que hubiera fatalidades implícitas, o mejor aún: que si bien las vivencias de mis despertares eran accidentes efímeros en la marginalidad cajemense, también eran aprendizaje vital.

Un día, entonces impensado pero cercano, llegaría la hora exacta de torcerle el pescuezo al destino.

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