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Lunes 25 de Nov de 2024
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Dios estuvo con nosotros

Tere Padrón Benavides
Martes 08 de Junio de 2010
 

A Rafa y Yaret, por su hermosa idea. A Rosendo, Perla, Teresita y a todos los que nos acompañaron a rendir homenaje a la memoria de los niños muertos. Ustedes ennoblecen a la especie humana.

Amarás a tu prójimo como a ti mismo
Marcos 22:29

La riqueza de un alma, está guardada en su memoria
Abraham Joshua Heschel

 

La palabra amor, según el Diccionario de la Real Academia Española, es un sentimiento intenso de inclinación y entrega del ser humano hacia alguien o hacia algo. El amor mueve al mundo a actuar. Por amor, nos levantamos de la cama a diario a preparar el desayuno para nuestra familia; por amor, nos esmeramos en hacer cosas buenas, en destacar en lo que hacemos. Por amor, actuamos diversos papeles en la vida: somos padres, amigos, hijos, hermanos, esposos. Por amor, postergamos e incluso renunciamos a nuestros placeres, con tal de complacer a quienes amamos. Sin embargo, nuestra capacidad de amar a los otros, surge del amor hacia uno mismo y este amor propio, proviene, a su vez, del temor a Dios, que no es otra cosa que la Fe. Y tener fe no es lo mismo que creer. Uno cree en la teoría de la relatividad, por ejemplo, o en que el capitalismo es el mejor sistema político. Creer en algo, es tener una idea de eso. La fe, por el contrario, es nuestra relación con Dios.  Creer, es estar de acuerdo con una idea. Tener fe es aceptar a Dios. Estar de acuerdo con Él.

El temor a Dios, es decir, el temor a desatar su ira, su furia, su intempestuosidad contra nosotros, pero también del temor a no ser amados por Él (como el niño que teme el castigo o la reprimenda y sólo busca la aprobación de sus padres al hacer algo bueno, porque sabe o, más bien, cree que así lo amarán más) es el principio de la sabiduría (dice el libro de los Proverbios) y la sabiduría sólo se adquiere a través del amor. Del amor a la vida, al conocimiento, hacia el prójimo. El amor provoca en nosotros ánimo, ímpetu, anhelo, simpatía, pasión por la vida en todas sus formas. Y actuamos en consecuencia creando, inventando, ideando, compartiendo cosas buenas con los demás.

Lo contrario al amor es la apatía. Esta palabra, de origen griego significa literalmente “sin pasión”. Son sinónimos de esta palabra “dejadez”, “desidia”, “”pereza”, “desánimo”, “desinterés”, “descuido”, “negligencia”. Subrayo estas últimas palabras, porque son los sinónimos que mejor aplican a lo que ocurrió el 5 de junio del 2009 en la guardería ABC de Hermosillo y que quedó de manifiesto, de nuevo, en la falta de solidaridad de los ciudadanos, los artistas (que fueron convocados a través de todos los medios)  y las autoridades de Cajeme en el evento conmemorativo al primer aniversario luctuoso de los niños.

La tarde del sábado 5 de junio un grupo pequeño de personas comenzó a reunirse en la plaza Álvaro Obregón. Muchos de ellos habían estado por la mañana, frente a la laguna del Nàinari, clavando 49 cruces simbólicas por cada uno de los niños muertos.  A las 6 en punto, el dramaturgo Rafael Martínez, conminó a los asistentes que así lo desearan, a bajar 49 sillitas azules de una camioneta. Sobraron brazos dispuestos a ayudar e ir acomodándolas frente a un pequeño escenario de teatro guiñol en donde se representaría una función para los niños ausentes y para nosotros, espectadores físicos. También habría lectura de poemas alusivos a niños muertos, leídos por quien quisiera. Una joven mamá quiso compartir con nosotros una canción infantil que a su hijita le fascina. Tres mujeres vestidas de blanco cantaron a capela “Yo pisaré las calles nuevamente”, alterando algunos versos, de acuerdo a la ocasión. Un joven cuentacuentos leyó para los niños invisibles; una escritora compartió con los niños un hermoso cuento de su autoría…

Un viento fresco soplaba del Norte. De allá, de donde hace un año, ocurrió la tragedia. Las ramas de los yucatecos se balanceaban despacito, como cuando las madres acunan a sus bebés en brazos. De lejos, llegaba un olor a azares, flores de los naranjos que abundan allá mismo, en la ciudad de la tragedia. El cielo era azul celeste, como el color de la guardería ABC. Estaba despejado, límpido, hermoso,  como sólo pueden ser los niños.

Algunos transeúntes miraban curiosos desde lejos y detenían su paso para preguntar qué sucedía. Muchos, al enterarse del homenaje, decidían quedarse. Los paleteros, los lavacarros, los vendedores de “duros” y alguno que otro indigente que ha hecho del parque su hogar, también nos acompañaron. También había niños. Ellos dieron vida y dotaron de alegría algo que, de otro modo, no hubiera tenido razón de ser. Porque son ellos, justamente, los niños, la manifestación más pura de amor hacia la vida. La señal de que Dios está aún entre nosotros, de que no nos ha abandonado.

Por ellos, por los niños muertos y por los vivos, es que estuvimos ahí. Por ellos, porque ellos nos hacen amar la vida, apreciarla, cuidarla. Porque son ellos por quienes luchamos contra la indiferencia, la apatía, la estupidez, la arrogancia, la crueldad… Por ellos, porque son quienes nos recuerdan a diario lo importante que somos para ellos. Porque son ellos quienes sacan lo mejor de nosotros. Porque son ellos quienes nos hacen revivir sentimientos casi extintos en la adultez como la ternura, la compasión, el amor incondicional. Porque nuestros niños muertos les recuerdan a sus infelices padres, día a día, lo terrible que es vivir sin ellos. Porque sus niños muertos les recuerdan, sobre todo, que el ser humano puede llegar a olvidar. Y no hay nada peor que el olvido. Porque el olvido es la señal inequívoca de nuestra falta de amor, de nuestra falta de fe en que un día habrá justicia. De que un día habremos de volver a abrazar a los que amamos.

Olvidar es fácil. Más cuando se vive en un lugar en donde las apariencias cuentan más que lo real. Cajeme ha olvidado. O más bien, nunca ha reconocido lo sucedido (salvo unas contadas excepciones, que estuvieron ahí desde siempre). A Cajeme se le olvida que Hermosillo es parte de Sonora, es parte del mundo. De ese mundo al que todos pertenecemos, por más que nos afanemos en ser “diferentes”. Todos, inexorablemente, habremos de llegar al mismo destino. Y cuando lo hayamos hecho, dependerá de lo que fuimos el que alguien nos recuerde o nos olvide. Y si lo único que dejamos tras de nosotros fueron apatía, soberbia e indiferencia. Entonces sí, será el olvido el que permanezca y borre para siempre nuestro paso por el mundo.

Enfrente de la plaza está el palacio municipal. Nosotros, los espectadores y los niños, estábamos dándole la espalda. Como quines ostentan el poder le han dado la espalda a los padres que claman justicia por sus niños muertos. Simultáneamente a nuestro humilde homenaje, en la catedral, al lado nuestro, se celebraba una elegante ceremonia. Tal vez la boda de la hija o el hijo de algún ilustre personaje obregonense. De los lujosos carros y de las enormes camionetas bajaban personas ataviadas con sus mejores galas. Iban a acompañar a los novios en la ocasión más importante de sus vidas.

Sin embargo, Dios no estaba ahí. Ni en el púlpito, ni en el altar, ni entre los asistentes, ni en las flores que adornaban la iglesia. No. Dios había cruzado la calle, hacia la plaza,  y había tomado su sitio entre 49 sillitas azules para presenciar una obra de teatro que le llenaría el alma de risa, de amor y de misericordia. Dios estaba entre nosotros.

Teresa de Jesús Padrón Benavides

Junio del 2010

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