Si pudiéramos meter en un mismo archivo las marchas ciudadanas de noviembre de 1997, junio de 2004, agosto de 2008, junto con la que salió de Cuernavaca ahora el 5 de mayo, sin dificultad veríamos que el común denominador es la exigencia de la población para que los gobiernos, estatales, municipales y el federal, sean eficientes en su tarea de protegernos. En suma, han sido marchas antigubernamentales.
De la primera en el Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador dijo que era un espectáculo de “pirruris” que aspiraban a mostrar su ropa nueva, así de insensible y pueril fue su comentario.
Con la de esta semana, Felipe Calderón acusó recibo al querer reunirse con los dirigentes. En todos los casos, los marchistas omiten decir lo obvio: la violencia y muerte la provocan los criminales, pero son las autoridades, muchas veces coludidas o bien incapaces, a las que se les exige hagan bien su trabajo y no dejen los crímenes en la impunidad y en el olvido.
De los 40 mil asesinados en estos últimos cuatro años y medio, ¿cuándo sabremos quién perpetró determinado asesinato? ¿Quién va a averiguar los homicidios concretos de personas portadoras cada una de su propia historia? De antemano sabemos que eso será imposible, pues el escenario es semejante al de una guerra civil. Se pueden, podrían saber casos aislados, contados, pero el de cientos, miles, es prácticamente imposible. De ahí la protesta y más reprobación cuando sabemos hasta dónde los cuerpos policiacos están mezclados y organizados con los criminales.
En muchas ocasiones ha sido gracias a la participación de las llamadas fuerzas del orden que los narcos han logrado sus fortunas; en otras, esa colusión ha significado la abierta, descarada impunidad. No hay equívocos, las protestas se dirigen a la ineficacia y a la corrupción de quien debiendo protegernos, son las herramientas decisivas para que sigamos viviendo en el temor, la incertidumbre y la falta de esperanza.