“Nudos amargos duelen en tus maderos, encina verde,
Que tus contornos te quieran, que te respete la muerte…”
Joan Manuel Serrat
Los antiguos mayas creían que una gran Ceiba enraizada en el centro de la tierra conectaba el mundo espiritual con el terrestre. Pensaban que sus largos brazos cubiertos de hojas servían de escalones entre el cielo y quienes intentaban ascender a él. Además, creían que el espíritu de la Ceiba era indomable, puesto que, aún después de talados los bosques, siempre persistía, enhiesta y frondosa, una gran Ceiba. Aún hoy, no es raro observar, en medio del campo sembrado, o de una plancha de adoquines o cemento, erguida, bella, y exuberante, una Ceiba.
En esta hermosa y húmeda mañana de verano, mientras bebo mi primer café y escucho las noticias del mundo por Internet, observo a través de la ventana las plantas de mi jardín, aún mojadas por la copiosa lluvia de ayer por la noche, exhalando deliciosos aromas y sirviendo de alimento a unos cuantos revoltosos colibríes que se disputan el néctar de sus flores (campanitas).
No puedo evitar pararme de mi silla e ir a contemplar el espectáculo. Suspiro profundamente y me pregunto si no será esta sensación tan placentera lo más parecido al paraíso. Salgo repentinamente de mis cavilaciones al escuchar, a través de la radio de la BBC, una entrevista con el Doctor Osvaldo Canziani, premio Nóbel de la Paz por sus contribuciones a tratar de frenar el cambio climático.
El doctor Canziani comienza diciendo algo muy cierto: Independientemente de los esfuerzos que hagan los gobiernos de los países por reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, de implementar políticas para sancionar a las empresas que contaminen, etcétera, nosotros, cada individuo como habitante de este planeta, tenemos una RESPONSABILIDAD ÉTICA con su preservación y, por ende, con cada una de las especies que lo habitan (y eso, por supuesto, incluye a los animales, los árboles y las plantas).
Es decir, las consecuencias devastadoras para el planeta, producto del cambio climático, no son sólo producto de la contaminación provocada por las grandes industrias, sino de cada persona individualmente, cualquiera que sea su función, desde ejecutivos hasta amas de casa, pasando por estudiantes, obreros, burócratas, artistas, intelectuales, maestros, padres de familia, en fin. Todos y cada uno de nosotros debemos asumir nuestra parte de culpa en el deterioro de la Tierra y actuar en consecuencia. Hallar la manera de, cualquiera que sea nuestro quehacer, encaminarlo (por lo menos un poco) a cumplir con ese compromiso ético para con el planeta. Un artista plástico, podrá montar una exposición cuyo tema central sea, por ejemplo, la tala indiscriminada; un burócrata, fomentará desde su lugar de trabajo el reciclaje, llevándose a casa las latas de refresco de sus compañeros (incluso cuando lucre con ellas) y, así, podrá el ejemplo entre los demás, quienes también querrán sacar algún provecho con ello.
Algunos lo haremos desde la trinchera del aula, independientemente cuál sea la materia que impartamos, dedicando un pequeño tiempo de la clase a discutir de estos temas con los alumnos. A escuchar sus inquietudes, sus ideas y a ayudarles a darles forma a manera de propuestas canalizándolas a las autoridades a manera de un artículo, un ensayo, una petición, ó, incluso, una protesta abierta y directa hacia “quien resulte responsable”, incluso si con ello ponemos en riesgo nuestra permanencia en la institución educativa a la que pertenezcamos.
Y es justamente en este punto en dónde retomo el hilo conductor de este trabajo, la Ceiba, “mi” Ceiba. Una institución de educación superior, se ha dedicado, en “aras del progreso, la modernidad y la calidad” (nótense las comillas) a “mutilar” árboles y flora endémica de nuestra región y que antes existían dentro de la escuela. Entre ellos una enorme, hermosísima y frondosa Ceiba bajo cuya amable sombra tantas veces di consejos extramuros a mis alumnos y sostuve amenas charlas con compañeros maestros. Es devastador. Es un panorama desolador e inmensamente triste. Inmensas placas de concreto y enormes y sombríos edificios en dónde antes había árboles, pasto, plantas, VIDA!!! Lo más alarmante, es que esto se dé en un lugar que debiera ser, por antonomasia, precursor del humanismo, el cual entraña, entre otras cosas, la preservación y cuidado de la Naturaleza: la universidad.
Podrá haber quienes argumenten que “los nuevos tiempos lo requieren”. Que cada vez hay más demanda educativa y que, por tanto, hay que darle prioridad a las aulas (claro, como los árboles no pagan colegiatura…) No, los árboles no pagan nada, porque nos dan todo. Todo lo que necesitamos para vivir. La fuente de vida, que es el agua, incluye en su ciclo vital a los árboles. De la abundancia o escasez de ellos depende que llueva mucho o poco en un sitio. De su presencia depende también, que el clima de una región sea o no extremadamente caluroso (como el que sufrimos en nuestra querida Cajeme).
Pero, este argumento de la escasez del agua en la región, podrá ser esgrimido también por los ingenieros, arquitectos, diseñadores de jardines autoridades escolares y “expertos” en la materia (como los ingenieros ambientales, cuya carrera cursan en esa escuela, por cierto) para justificar su barbarie. ¡Tonterías!
Todo mundo sabe que, a mayor forestación, más lluvia y, en consecuencia, más abasto de agua. Tenemos un gran sistema de captación de agua en el estado, pero si no empezamos por promover (con el ejemplo, claro está, que así es como se aprende, y a la escuela vamos, principalmente, a aprender), la cultura del agua (la cual incluye el NO TALAR ÁRBOLES, SINO PLANTARLOS), nuestra actitud de despilfarro no cambiará.
Tendemos a creer, erróneamente, que una escuela cuyo lema es la promoción y difusión de los vínculos comerciales, los negocios, la mercadotecnia, la competencia, es el lugar idóneo para que estudien y se “formen” nuestros hijos. Otra falacia. Para empezar los “valores” se enseñan en casa y se refuerzan en la escuela. Si la técnica no va acompañada de un humanismo, se convierte en automatización, en trabajo mecánico realizado por una especie de robots o androides completamente insensibles a lo que pasa a su alrededor.
Como maestra tengo un compromiso ineludible para con mis alumnos y es el de transmitirles ambas cosas. Conocimientos prácticos y valores universales, imperecederos, cono el respeto a la Naturaleza, aun si esto implica ir en contra de las “políticas de la empresa”. Una escuela no es ni debe ser una empresa. Una universidad debe ser eso mismo, un “universo” de conocimientos. La técnica sí, pero también el humanismo y éste, como dije antes, entraña el respeto por la vida en todas sus formas, los árboles incluidos.
Mi compromiso es no sólo para con mi hijo, con mis alumnos, con mis amigos o mi familia. Mi deber es también para las futuras generaciones, es decir, para la posteridad. Para que no se agote la vida en la Tierra, nuestro hogar, el único lugar posible para la vida.
Teresa de Jesús Padrón Benavides
teresa_padron@hotmail.com