Al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver…
Joaquín Sabina
A Ramón Íñiguez Franco, otro sonorense adoptivo.
A todos nuestros amigos del alma, a quienes querría no tener que dejar nunca.
Dicen que uno no es del lugar donde nace, sino de aquel en donde ha sido plenamente feliz. En mi caso, los dos acontecimientos más afortunados de mi vida han sucedido en Sonora. Aquí, en esta tierra hospitalaria donde las haya, están muchos de mis amigos más entrañables. Aquí, a través de uno de esos amigos, conocí al amor de mi vida y aquí también concebí y di a luz a mi hijo, mi razón de ser.
No sé por qué circunstancias fortuitas del destino vine a dar aquí habiendo nacido tan lejos, en Matamoros, pero sí sé que muchas veces, sin un plan trazado e inesperadamente, uno se encuentra en un lugar que siente suyo desde el primer momento. Su luz, su atmósfera, su gente, sus calles, sus costumbres y tradiciones, todo parece arraigado en algún rincón de la memoria aun cuando jamás hallamos estado ahí antes. Eso me pasó en Sonora. Primero en Ciudad Obregón, después en Hermosillo.
Vine aquí por primera vez hace casi 20 años, invitada por mi gran amigo Carlos Avilés a pasar las fiestas decembrinas con él y su familia. Yo vivía entonces en Mexicali (mi segundo amor) y accedí, entre otras cosas, porque acá estaba también mi mejor amiga, Ana Cristina. De esa visita, “saqué marido” ¡Y qué marido! (el lugar menos indicado para hallar un filósofo, de acuerdo a mis cálculos era, justamente, Sonora y no porque no pueda haber filósofos aquí, sino porque uno tiende a asociar, muchas veces equivocadamente, al Norte del país con otro tipo de quehaceres).
Ahí estaba. En el estudio de la casa de los Avilés, echando humo como loco y hablando de música, literatura, arte y pintura con mi amigo y yo apenas pude balbucear no sé qué tontería cuando me lo presentaron pues quedé total y absolutamente prendada de aquel joven alto, espigado, con aire de intelectual del S XIX y que prendía un cigarro en cada pausa de la conversación. Nos casamos dos años más tarde.
Viví mis primeros 5 años de matrimonio en la Ciudad de México y fui inmensamente feliz. Allá como aquí, tengo también grandes amigos a quienes quiero y añoro. La ciudad me embrujó desde un principio por todo lo que ofrece a quienes, como yo, llegan ahí ávidos por devorarse su historia, su cultura, sus lugares mágicos. Además, pude ver concretado uno de mis más grandes sueños, entrar a la UNAM a estudiar literatura. En México, mis días transcurrían entre la vida universitaria, las librerías, las salas de concierto, los museos, las galerías y las cantinas tradicionales del centro y de Coyoacán. En fin, una típica vida bohemia, siempre ente amigos queridos y charlas enriquecedoras.
En 1999, después de 6 meses de haber estallado la huelga en la UNAM y sin indicios de una salida en el corto plazo al conflicto, decidimos venir a vivir a Hermosillo, animados por otro gran amigo (cajemense, por cierto), Edmundo Armenta. Él se encargó de hallarnos trabajo y nosotros nos dedicamos a “encargar” a nuestro hijo. José Emilio nació una calurosa tarde de septiembre del 2000 en la “Tierra del sol” y estuvimos rodeados de gente buena, generosa y querida, quienes ya se contaban entre nuestros amigos para toda la vida. Recuerdo en especial a Ramón Miranda. Un ser excepcional y una de las mentes más brillantes que conozco. Él y mi madre registraron a nuestro hijo en Villa de Seris. Por cierto, fue Ramón quien bautizó a José Emilio con el sobrenombre de “cochimilo”, debido a la constitución “robusta” del niño a los tres meses de edad.
Dejamos Sonora por primera vez un año después de nuestra llegada debido a circunstancias desafortunadas en nuestro trabajo. Regresamos al D.F. con un hijo pequeño, dos perros y nuestros amados libros (que ahora incluían algunos para padres primerizos, cuentos infantiles, fábulas, nanas, entre otros). De vuelta en México, nos reencontramos con nuestra vida ajetreada, pero ya era imposible la bohemia y la vida social de antaño. Ahora nuestros paseos sabatinos y dominicales incluían, además de las librerías de viejo, parques infantiles, circos, ferias y zoológicos.
Cuando el ritmo de vida y las distancias resultaron insoportables, decidimos, después de ponderarlo durante varios meses, dejar la vieja y amada ciudad, amigos imprescindibles y un trabajo estable de 10 años en la UNAM. Añorando la tierra, volvimos a Sonora. Esta vez a Cajeme. La acogida de este querido lugar fue, como siempre que yo había estado aquí, cálida, hospitalaria y generosa. Amigos queridos de antaño, como Alejandro Jacobo (a) “el maestrín”, nos ayudaron a conseguir trabajo como maestros universitarios y durante estos 6 años, hemos estado rodeados de personas para quienes la amistad es el más grande y noble de los vínculos afectivos, y quienes, para nuestra fortuna, ocupan ahora un lugar muy especial en nuestros corazones y en nuestros pensamientos.
Durante estos 6 años hemos hecho, junto a todos ellos, grandes cosas. Hemos participado activamente de la vida académica y cultural de Cajeme. Hemos tenido una página en internet dedicada al quehacer cultural de la región, hemos colaborado con artículos de opinión en algunos periódicos locales, hemos producido y realizado un programa de radio (en radiobemba de Hermosillo), hemos dirigido cursos de historia del arte en galerías, coordinado talleres literarios, impartido clases en diversas universidades en materias de humanidades y muchos de nuestros alumnos son ahora grandes amigos nuestros y, en fin, creo que hemos aportado nuestro granito de arena desde la trinchera que hemos resguardado.
Pero lo mejor de todo ha sido no lo que nosotros le hallamos dado a Sonora, sino lo que Sonora nos ha dado a nosotros. Sonora par mi, es el lugar en donde me gustaría ver el atardecer por última vez. De preferencia en el mar. Sonora, es el lugar donde se hunden más profundamente mis raíces, puesto que aquí conocí a mi esposo y aquí me convertí en madre. Sonora es el sito que más me duele dejar, sobre todo ahora, por segunda vez, pues aquí ha transcurrido la infancia de mi hijo. Aquí, en esta tierra bendecida con la abundancia de recursos naturales, con especies de plantas y animales hermosos. Con paisajes tan variados y bellos como el bosque, el mar y el desierto, aquí, digo, es donde no puedo dejar de evocar la frase de Sabina que sirve de epígrafe a este escrito. Porque no se debe volver al lugar en donde uno ha sido tan feliz, so pena de sufrir, mucho más que la primera vez, al tener que dejarlo.
Teresa de Jesús Padrón Benavides
Invierno, 2011