Jorge A. Lizárraga Rocha
Los recuerdos nos pueden llevar a revivir momentos muy agradables, como el que se me vino a la memoria durante el desayuno de hoy: recordé, dado lo que preparamos para desayunar, el día aquél de noviembre de 1998 cuando comí con hambre por allá en la bifurcación de los estados de Durango, Zacatecas, Nayarit y Jalisco, en tierras huicholes para ser más precisos, desgraciadamente no recuerdo el nombre del poblado. Déjenme les platico.
Andábamos un grupo de ingenieros, geólogos, agrónomos, economistas y directores de la Comisión Nacional del Agua, recabando información de campo para estudiar la factibilidad de construir una presa para las comunidades de esa región. A mí me tocó hacer el Estudio de Impacto Ambiental de la construcción de la presa planeada, a los demás lo referente a su campo de especialidad; claro que yo llevaba la ventaja de que la información que cada uno recabara me serviría para el estudio de impacto ambiental, pues este incluye todos los factores ambientales que se pueden ver beneficiados o afectados por el proyecto: en lo físico, social, económico, salud, etc.
Para llegar al sitio del estudio, quienes tengan Google Earth y tiempo para hacerlo lo pueden localizar fácilmente, tuvimos que llegar por carretera hasta una comunidad indígena, después de un viaje de varias horas desde Guadalajara; de ahí conseguir unos caballos para, a lomo de bestia, hacer un recorrido de alrededor de 3 horas para llegar al sitio en la sierra. Una vez ahí cada uno de nosotros recabó la información que requería para el estudio, así que estuvimos como otras tres horas haciendo recorridos a pie. Después, a regresar a lomo de bestia otras tres horas para llegar a la comunidad indígena adonde habíamos dejado la camioneta.
Esto nos llevó desde las 8 de la mañana en que llegamos al caserío hasta las 5 de la tarde cuando regresamos; obviamente para esta hora estábamos que “ladrábamos” del hambre, causada por la malpasada, pues lo único que llevamos fue agua para el recorrido.
El líder de la comunidad, sabiendo que “los ingenieros tendrían hambre”, nos ofreció de comer en su casa, una construcción semiderruida de adobe, sin puertas ni ventanas, con una “cocina” de adobe, lámina de algún tambo viejo y con leña como combustible.
Su mujer, se dedicó afanosamente a preparar el siguiente platillo: nopales cocidos en sal, tomate, cebolla y chile, y una vez que estaba hirviendo le echó unos huevos recién recogidos en el paupérrimo gallinero adonde se encontraban unas cuantas gallinas; con nixtamal molido en metate, habían preparado unas tortillas de “a de veras”. Nos sirvieron en unos platos del año de la catota con unas cucharas de la misma época. Olvidando todos los modales aprendidos en la ciudad, nos dedicamos a sopear sin usar las cucharas, sino hasta el final para no desperdiciar el caldo, los huevos ahogados en el guisado de nopal con las tortillas recién hechecitas.
Los “ingenieros” nos dejamos ir sobre ese suculento manjar y lo devoramos como si lo mereciéramos, mientras tanto me di cuenta de que los niños, las señoras y los indígenas de la comunidad nos veían con satisfacción cómo le entrábamos a su comida. Después del opíparo banquete, platicando con el líder indígena le pregunté cómo les estaba yendo por allá, y me dijo que su vida era muy difícil pues el gobierno ni se ocupaba de ellos, que sobrevivían con lo que podían y en la comunidad se ayudaban entre ellos mismos, pues la ayuda de fuera no existía.
Le pregunté sobre lo que comían y me dijo, “lo que ustedes acaban de comer”, ¿todos los días?, le pregunté, me dijo que sí, que cuando tenían suerte o era fiesta, mataban algún cochinito o becerro o gallina vieja, y así la iban pasando.
Al regresar con el grupo de “ingenieros” todos comentaban lo sabroso que habíamos comido, que en ningún restaurante de Guadalajara habían comido algo así; les pregunté ¿cuánto hubiéramos pagado por una comida así en la ciudad?, me dijeron que alrededor de unos 50 pesos, entonces les dije; “órale cáiganse con cincuenta pesos cada uno, debemos pagarles a esta gente pues nos acabamos de comer la comida que ellos tenían destinada para sus hijos”. Alguno de los “ingenieros” quiso protestar, pero al ver la cara de los niños y mujeres que nos seguían viendo, desistieron y cada quien pagó su cuota.
Al entregarle los 350 pesos al líder de la comunidad indígena, su cara de sorpresa fue mayúscula, no lo dejé rechazar el dinero, después me dijo que esa cantidad no la había visto junto en mucho tiempo.
Ya de regreso a la ciudad y durante los comentarios en la camioneta, todos quedamos admirados del valor de esa gente y de su generosidad al compartir lo poco de comida que tenían, sin esperar nada a cambio, solamente la esperanza de que el gobierno ahora sí les cumpliera y les construyera la presa que tanto necesitaban para regar sus tierras.
Les tengo que decir que tristemente, a pesar de que la presa era factible de construirse, de que los beneficios que traerían serían para varias comunidades indígenas con alrededor de 1000 habitantes, nunca se construyó, pues las autoridades de la CNA no quisieron arrancar el proyecto ante la incertidumbre de que el partido en el poder perdiera las elecciones y la oposición se adornaría con ese proyecto llevándose todo el mérito político.
Me pregunto si esos directivos políticastros, y muchos otros que quieren serlo, han comido con hambre, como lo hicimos los “ingenieros” que fuimos a darles esperanzas a unos mexicanos de que podrían contar con un embalse de agua para que pudieran explotar de una manera más eficiente su tierra, fuente de alimentación para satisfacer su hambre, que la de ellos es ancestral, no como la de nosotros que era por una sola malpasada, pues al llegar a Guadalajara volvimos a desayunar, comer y cenar sin hambre.
Desde entonces, por lo menos una vez al mes en mi casa comemos “huevos estilo indígena” para recordar que en nuestro México hay gente que gracias a ellos sobreviven.