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El machismo femenino

Teresa Padrón
Jueves 08 de Marzo de 2012
 

Por Teresa Padrón

Las mujeres no somos iguales a los hombres. En ningún sentido. Basta mirarnos al espejo para ver lo obvio. Nuestro cuerpo nos delata. Tenemos protuberancias ahí donde los hombres carecen de ellas. Nuestros rasgos faciales son más finos. Nuestras caderas son anchas y las de los hombres son estrechas. Nuestra voz es más tenue, menos ronca. Nuestros músculos no son tan definidos y, en fin, son muchas las cosas que nos distinguen de los hombres. 

Pero no sólo físicamente nos diferenciamos de ellos. Sin el afán de caer en generalidades, podríamos decir que las mujeres, amén de sus características individuales, su bagaje cultural, su nivel de educación, su condición social, compartimos rasgos comunes. Por ejemplo, al menos en nuestro país, es la mujer la encargada, la mayoría de las veces, de la educación de los hijos en casa, de su crianza. Aunque existen muchos hogares excepcionales, en donde el hombre asume su condición de igual ante la mujer, es ella, casi siempre,  la responsable de los quehaceres domésticos, de la administración del dinero (pagar cuentas, colegiaturas, etcétera).  Esto, por supuesto, se da por sentado, como parte de sus “deberes”, sin importar que la mujer también realice trabajo fuera de casa. Sea profesionista, empleada, vendedora, empresaria, maestra, la mujer desempeña casi siempre, como bien lo sabemos, la “doble jornada”, es decir, la de madre o esposa (o ambas) y la de trabajadora. Pero hay un terreno que sea tal vez el más obvio para analizar esos rasgos comunes que compartimos casi todas las mujeres y que es, el de la feminidad. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de “lo femenino”?

Vivimos en una sociedad patriarcal (por no decir machista), en donde se da por sentado que es la mujer y no el hombre, quien tiene que reivindicar su papel no de ama de casa, de esposa o de madre, sino de eso, de mujer. Es decir, las mujeres tenemos la obligación de acentuar todos esos rasgos que mencioné arriba y que nos distinguen de los hombres, antes de salir a enfrentar el mundo. Arreglarnos, perfumarnos, vestirnos de forma tal que resultemos “apetecibles” o, al menos, presentables a los demás, en especial, a los hombres. Y si bien, últimamente este papel de “objeto consumible” se aplica también a los hombres (hoy existen tantas revistas de moda para ellos como para ellas), aún persiste en el imaginario colectivo, que es la mujer quien tiene que “verse bien” para los demás. No es extraño que sean las mujeres, mucho más que los hombres, las principales consumidoras, es decir, quienes son más proclives a ir de compras.  Aunque este papel, el de compradoras, surge a partir justamente de que somos las mujeres las encargadas de administrar la economía familiar. Hay quienes sitúan este rol de compradoras o consumidoras en los albores del renacimiento, con el intercambio de mercancías entre el continente europeo y Asia. Hay quienes lo ubican más tarde, a comienzos de la revolución industrial, con el advenimiento del ferrocarril y de las grandes fábricas de bienes domésticos. Sea como fuere, el hecho es que, hasta la fecha, es la mujer la consumidora por excelencia y casi todos los anuncios de televisión, radio, prensa escrita e internet, van dirigidos a ellas.

Sin embargo, una cosa es el consumo de bienes y servicios familiares o comunes y otra, las compras compulsivas de objetos de uso personal como ropa, calzado y accesorios. La compulsión femenina por adquirir todo aquello que esté de moda, tiene que ver con esta idea de que las mujeres debemos vernos siempre bonitas, no importa en qué situación económica nos hallemos o cuál sea la tarea que desempeñemos. Las mujeres debemos “mostrar lo que tenemos”. La mayoría de los comerciales, incluso si lo que anuncian son productos de limpieza,  utilizan un lenguaje sexista. Oral o visual (o ambos).  El ama de casa que, en vez de un mandil, chanclas y un sacudidor, luce un peinado de salón, una ropa casual impecable y una sonrisa entre coqueta y tierna, para recibir a su marido “siempre bonita” y con la casa bien limpia, gracias a la “ayuda invaluable” de tal o cual producto (nunca se menciona a la mujer, de carne y hueso, que es quien verdaderamente hace el trabajo “sucio”, es decir, la trabajadora doméstica o la “chacha”, como se la llama despectivamente).

Los ejemplos de este tipo abundan, así que sólo mencionaré uno más, que utilicé previamente en otro artículo respecto del consumismo.  Es el caso de la mujer joven, esbelta, hermosa quien, ataviada ala última moda, camina segura de sí misma y de su belleza, como retando al mundo a que la admiren, por entre una fila de autos varados en la hora pico de un boulevard. Al llegar al automóvil de su novio, abre la puerta trasera y lo sorprende con su rival en pleno transe amoroso. Acto seguido, le espeta una tremenda bofetada, avienta la puerta y se va, oronda, con una sonrisa triunfal y la mirada de orgullo y de triunfo. El mensaje que se nos quiere dar es el de “no importa que me engañe, soy una reina de belleza” o algo así. Pero si no nos dejamos guiar por las apariencias, lo que verdaderamente nos dice es “cómprenme, lo tengo TODO”. Es decir, la mujer como objeto de consumo y no como sujeto. Lo que importa es su apariencia y no su esencia. Si nos atenemos a esta última interpretación, un discurso paralelo sería el de que, en este mundo materialista, todo es consumible y desechable, incluso las personas, en especial las mujeres. En este tipo de mensajes, aparentemente inofensivos, el lenguaje tanto corporal como verbal, ocupa un lugar preponderante.

Y es justamente el lenguaje y el papel que desempeña en la sociedad como agente de discriminación, no sólo sexual sino social y racial, uno de los factores decisivos en el discurso feminista. Las organizaciones feministas, ya sea mixtas o compuestas sólo por mujeres, pecan de lo mismo que critican. Es decir, apelan a todo aquello que las diferencia de los hombres en su lucha contra la discriminación o de las vejaciones de que somos víctimas las mujeres. Si bien es cierto que, como dice el filósofo Hector Islas Azaïs ,  el lenguaje sexista, es decir, el que fomenta la discriminación de genero hacia las mujeres, es el más estudiado, el más difundido y extendido entre los especialistas, también lo es el hecho de que muchas veces el caso contario es también utilizado por los movimientos feministas. Es decir, el lenguaje “machista” prevalece en los discursos a favor de las mujeres.  Los argumentos que se esgrimen en defensa de la mujer pueden ser válidos, justos y estar bien sustentados, sin embargo, muchas veces se enfatiza lo superior que somos las mujeres respecto de los hombres y se hace recurriendo a los mismos clichés, los mismos insultos y las mismas frases discriminatorias usadas por los hombres para referirse a nosotras. Por ejemplo, “las viejas somos más chingonas que los hombres” (las cursivas son mías) es una frase no solo despectiva y vulgar, sino machista (hembrista), pues hace énfasis en la superioridad de las mujeres sobre los hombres y lo hace recurriendo a un lenguaje que se identifica más con el sexo masculino.

Si bien es cierto que, como afirma Hector Islas,  dentro de las múltiples formas del lenguaje discriminatorio, el  sexista es el más extendido y el que presenta más variantes, también lo es el que en el discurso a favor de las mujeres, al lenguaje hembrista es el que prevalece, haciendo énfasis en la misandria (odio hacia los varones) y en las diferencias entre hombres y mujeres, en vez de las semejanzas. Nadie niega que, a través e la historia, el lenguaje sexista es el que ha prevalecido. La Historia, con mayúscula, está escrita por hombres. Decimos “Dios padre”, para referirnos a la divinidad; “el hombre”, para referirnos a la humanidad; “los niños”, para hablar de la niñez; “los mexicanos”, para hablar indistintamente de toda la población mexicana, en fin.  También, citando a Hector Islas “el lenguaje sexista ha fomentado, con el empleo de estereotipos insidiosos y diferencias semánticas y sintácticas, una imagen de la mujer que desestima su contribución a la sociedad, incluso su presencia misma en ciertas áreas. También se le presenta como alguien fundamentalmente incompleta, que se define por su relación con los hombres, su sexualidad y sus funciones reproductivas…En cambio, los varones son los actores sociales, los agentes de cambio y los individuos por antonomasia.”

Esto, obviamente, ha contribuido a “normalizar” la percepción de esta idea y a hacer más evidente la actuación y la participación de los hombres en el ámbito público. Nos extraña cuando hay una “presidenta” de un país; cuando hay una campeona mundial de boxeo; una rectora de una universidad; una directora de una firma importante. Lo “normal” es que sean hombres.  El lenguaje sexista, entonces, contribuye a reafirmar prácticas discriminatorias  hacia la mujer y a fomentar las condiciones sociales desventajosas para ellas, pero justamente por eso, es que el discurso feminista debe ir más encaminado a lograr las condiciones de igualdad social y en todos los terrenos. El feminismo, si aspira a lograr un cambio verdadero en las condiciones de desventaja de las mujeres respecto de los hombres y a hacer valer los derechos de las mujeres y la igualdad de oportunidades entre ambos sexos, debe evitar caer en las mismas prácticas del machismo. Debe hacer énfasis en la igualdad, no en la superioridad de la mujer respecto del hombre. El discurso feminista debe hacer énfasis en las capacidades intelectuales de la mujer y no sólo apelar a su “arma más poderosa”, su cuerpo, para lograr un verdadero cambio en la percepción de lo que es una mujer y erradicar la idea de objeto que de ella se tiene.

Las mujeres debemos reafirmar nuestras particularidades, nuestras características exclusivas, pero para complementar las de los hombres. Para nutrirnos y enriquecernos mutuamente con nuestras experiencias propias. El lenguaje sexista perdería entonces fuerza y tendería a desaparecer, junto con las prácticas a que da lugar, allanando el terreno a una sociedad más justa para ambos, mujeres y hombres.

 

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