Federico Arreola / SDP Noticias
Conocí a Manlio Fabio Beltrones en septiembre de 1993. El 15 de septiembre de 1993, lo recuerdo perfectamente. Casi siempre olvido las fechas exactas, incluso las de los cumpleaños de la gente de mi familia, pero esa la tengo muy bien grabada en mi memoria ya que, desde días antes, cuando Luis Donaldo Colosio me invitó a acompañarlo a visitar, de ida y vuelta, el municipio en el que nació, Magdalena de Kino, Sonora, me aclaró que todo iba a ser muy rápido: volar muy temprano en un avión privado desde el Distrito Federal, llegar, estar presentes en un acto público por los cien años de la constitución sonorense, comer y regresar a la Ciudad de México porque no podía faltar a la ceremonia del penúltimo Grito de Independencia del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari.
Durante el vuelo a Hermosillo, la capital de Sonora, Donaldo me comentó que en el aeropuerto nos iba a recibir el gobernador, su amigo Manlio Fabio Beltrones. Mientras me informaba que en Hermosillo íbamos a tener que subirnos a un avión bimotor de hélice, que si podía aterrizar en el pequeño aeropuerto de Magdalena, me preguntó que si había tenido trato con Manlio Fabio. Le respondí que no lo conocía. Riéndose me dijo: “Pues ten cuidado”. ¿Cuidado por qué, Donaldo? “Porque eres muy nuevo en estas cosas y Manlio es uno de esos personajes que nacieron para la política, duro como negociador y eficaz operador”.
Cuando bajamos del jet, Manlio Fabio nos recibió, abrazó a su amigo y aliado Colosio y me saludó sin prestarme la menor atención. Pienso que me confundió con uno de los guardias de Luis Donaldo; en realidad, solo nos acompañaba un asistente del entonces secretario de Desarrollo Social. Los colaboradores del gobernador Beltrones nos guiaron al avión de hélice y a mí me pidieron que me sentara con ellos en la parte trasera de la aeronave, de tal modo de dejar solos a Donaldo y Manlio. Colosio me dijo que me cambiara de lugar, es decir, que me sentara adelante, pero no lo hice.
En Magdalena mucha gente recibió a Luis Donaldo. Sus amigos y compañeros de escuela, sus familiares y el resto de los vecinos estaban realmente felices por la importancia política que él había adquirido. Faltaban dos meses para que el PRI escogiera a su candidato presidencial y Donaldo, junto a Manuel Camacho y Pedro Aspe, estaba entre los punteros de la gran carrera sexenal del poder en México.
Manlio era un gobernador popular que estaba haciendo un buen trabajo, al menos es la impresión que yo tenía de él, alimentada por lo que varias veces me dijeron hombres de negocios de Monterrey que lo habían tratado. Él estaba entre los buenos gobernadores del sexenio, sin duda, y los ciudadanos lo querían, pero esa vez, en Magdalena, la gente solo tenía ojos para ver a Colosio.
Las veces que acompañé a Donaldo a sus actividades políticas, que fueron bastantes, invariablemente me hacía a un lado, me quedaba atrás. Si intentaba acercarme para escuchar lo que Colosio platicaba con las personas que lo saludaban, recibía empujones y hasta golpes. Así que aprendí a ubicarme lejos de él. Yo no era político ni trabajaba para Donaldo ni lo acompañaba como periodista para redactar crónicas. Simplemente él me invitaba y yo aceptaba estar ahí. Creo que éramos amigos, y nada más.
Manlio Fabio, consciente de que la gente no lo iba a saludar a él, sino a Luis Donaldo, también se hizo a un lado mientras caminábamos por las calles de Madgalena. Los dos atrás, prudentemente alejados del cariñoso tumulto, nos pusimos a platicar. Me preguntó un montón de cosas, no afirmo que me interrogó, pero sí tenía bastante curiosidad acerca de mi persona: ¿de dónde eres?, ¿qué haces con Donaldo?, ¿escribes en un periódico? No sé si aclaré todas sus dudas, pero recuerdo que terminamos platicando y bromeando muy a gusto. Manlio tiene fama de hombre duro, y seguramente lo es; su prestigio es de operador político eficaz y hasta implacable. Pero eso no le impide exhibir un muy buen sentido del humor.
Cuando llegamos al lugar del acto por los cien años de la constitución de Sonora, alguien me dijo que había un sitio para mí en la tarima en la que se iban a sentar los que encabezaban la reunión. Había hasta un papelito con mi nombre. Supongo que Manlio ordenó que me subieran ahí. Y me subí, pero en cuanto recordé que no era político ni funcionario ni nada, me bajé. Fui a sentarme entre la gente y me dio bastante pena cuando el maestro de ceremonias me nombró entre los invitados. Cuando, en el vuelo de regreso al DF, le conté lo anterior a Donaldo, se carcajeó y me dijo: “Ni aguantas nada”.
Después de la ceremonia, cuyos detalles he olvidado, nos dirigimos a la casa de don Luis Colosio, el padre de Donaldo, un hombre extraordinario al que recuerdo con enorme cariño. Don Luis había organizado una comida, en el patio de su domicilio. Donaldo se sentó con sus compañeros de la escuela. Manlio Fabio me invitó a la mesa en la que iban a comer él y don Luis, quien por cierto era el secretario de Ganadería del gobierno de Sonora. Desde luego, comimos carne. Y en el postre descubrí que existían las coyotas, que son unas galletas bastante buenas.
Después volvimos a la Ciudad de México. Donaldo estaba bastante preocupado porque la necesidad de sacarle la vuelta a una tormenta iba a alargar el vuelo, lo que quizá iba a impedirle llegar a tiempo al Grito que iba a dar Salinas la noche de aquel 15 de septiembre. Por fortuna, el retraso no fue tan grande y pudo cumplir con su compromiso. Yo me fui a un hotel a descansar. Antes de dormirme esa noche recordé lo que había sido aquella jornada en Magdalena. No miento si digo que pensé en preguntar, cuando volviera a Monterrey, dónde conseguir coyotas sonorenses. Pero nunca pregunté y no sé si se puedan conseguir en la Sultana de Norte.
En el artículo que Manlio ha publicado en SDPnoticias sobre Luis Donaldo, el ahora diputado federal dice que pensaba que ya había olvidado cómo llorar, pero que no pudo evitar hacerlo cuando, en el hospital de Tijuana, seis meses después de aquella comida en Magdalena, vio el cadáver de Colosio.
Es bastante triste el fallecimiento de una persona a la que se quiere. Cuando la muerte llega no por causas naturales, sino como consecuencia del odio que lleva a la violencia, se llora no solo por el dolor de haber perdido a alguien entrañable, sino por la rabia y la impotencia.
Entiendo a Manlio. Él había olvidado cómo llorar, pero tuvo que hacerlo. Yo también lloré. Cuando salí de Lomas Taurinas en una camioneta detrás de la ambulancia que llevaba a Luis Donaldo muy gravemente herido. Lloré en el hospital cuando murió. Y he llorado muchas veces después. La última, hace algunas semanas, cuando alguien me ofreció una coyota que sacó de un paquete que había comprado en no sé qué tianguis de comida en el que un señor vendía productos sonorenses.