Jenaro Villamil
El domingo 2 de marzo, la “Rayuela” de La Jornada –el breve comentario editorial publicado en la contraportada– publicó un críptico mensaje:
“Crujen los cimientos de la relación con Salinas. ¿Qué está pasando?”.
Por supuesto, se trataba del expresidente Carlos Salinas y de “cimientos” relacionados a la administración federal actual: el gobierno de Enrique Peña Nieto, émulo del primer presidente “modernizador” que inició el ciclo de reformas privatizadoras, el TLCAN, y aspiró a mantener su influencia transexenal por 24 años.
La pregunta es clara y es la misma que se ventila en los corredores y salones de la elite política: ¿se perfila una ruptura entre Salinas de Gortari y el peñismo? ¿O son simples mensajes cifrados para negociar cuotas de poder, negocios y complicidades?
No es la primera vez que surgen versiones sobre un presunto distanciamiento entre el equipo de Peña Nieto y el expresidente Carlos Salinas de Gortari. Prácticamente desde que asumió el poder, la percepción del exmandatario del Estado de México como un político inexperto, dependiente de Televisa y de Salinas se impuso en buena parte del imaginario colectivo. El propio Salinas gustaba de alimentar esta idea de sí mismo como “el padrino” del hijo predilecto de Atlacomulco.
Los operadores y asesores peñistas han tratado de contrarrestar esta percepción desde el inicio del sexenio.
Algunos, en privado, presumen que en un año lograron lo que Salinas no pudo en seis.
Ideológicamente iguales, maquiavélicamente antagónicos. Los “golpes espectaculares” del peñismo recuerdan en mucho a los del salinismo, aunque, paradójicamente, han afectado más a personajes surgidos en la era del “modernizador”. El caso más emblemático es el de Elba Esther Gordillo. Y el más errático: el del capo Rafael Caro Quintero, “liberado” el año pasado por un amparo, tras ser detenido en el sexenio salinista.
Las versiones de la ruptura entre el salinismo y el peñismo han arreciado en este mes clave en el calendario simbólico. Marzo es el mes del asesinato de Luis Donaldo Colosio, hace 20 años, y el de los videoescándalos del 2004, hace una década.
En ambos casos, la figura de Salinas jugó un papel central. En el crimen de Colosio como presunto afectado y en el de los videoescándalos como instigador y artífice de la conjura, según ha confirmado el empresario Carlos Ahumada en su reaparición mediática de estos días.
“Por lo que pasó el 28 de julio del año pasado (Salinas) me hubiera mandado a pegar tres tiros”, afirmó Ahumada en entrevista con Ciro Gómez Leyva, en Radio Fórmula, el 3 de marzo.
El videoasta más polémico de los últimos años rompió de nuevo su Omertá acusando a Rosario Robles, actual titular de Sedesol, a Diego Fernández de Cevallos y a Salinas de ser los principales artífices de los videoescándalos.
Ahumada inició su ronda de entrevistas en El Universal. Con gran despliegue, el constructor-cineasta reveló que tanto Salinas como Diego Fernández le pagaron 68 millones de pesos por la difusión de los videos para iniciar un ataque contra el entonces jefe de Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador. Subrayó que el PRD le debe más de 200 millones de pesos por el pago de adeudos con Televisa, entre otros, erogados durante la gestión de Rosario Robles como presidenta perredista.
Le interesa el dinero, aunque lo niegue, pero en su guión de víctima Ahumada acaba por validar la versión que desde entonces el propio López Obrador afirmó frente a los videoescándalos: era un complot salinista.
¿Sabía Salinas que Ahumada reaparecería en medios impresos y electrónicos para litigar su asunto? ¿Podría haber evitado el gobierno peñista revivir este episodio que deja mal parado al expresidente, al excandidato presidencial panista del 94 y a la actual titular de Sedesol? Son preguntas al aire frente a los rumores.
Por otro lado, el expediente Colosio está abierto. Ministerialmente hay un veredicto y un sentenciado, pero política e históricamente es un crimen de Estado con múltiples significados.
El mismo Salinas de Gortari, también en El Universal, revivió la herida y lanzó un mensaje nada críptico para el actual mandatario priista en entrevista publicada el pasado 10 de febrero:
“Lo que vivimos en ese inicio de 94 fue un intento de descarrilamiento del gobierno como respuesta al proceso reformador tan intenso que habíamos llevado a cabo”.
Salinas no dio nombres, pero sí diagnósticos. Insistió en una conjura de quienes estaban en contra de su proyecto de reformas y utilizó a su excolaborador y actual senador del PRD, Manuel Camacho Solís, como parapeto del verdadero destinatario de su mensaje.
En la cultura priista –tan enraizada en Salinas como en el Grupo Atlacomulco– las verdaderas intenciones no se revelan, se disfrazan.
Los mensajes son cifrados, no explícitos.
Y Salinas es un experto en este terreno. La entrevista con Salinas fue precedida por la renuncia de Francisco Rojas Gutiérrez como director general de la CFE, el 4 de febrero, y de Carlos Morales Gil, como director de Pemex Exploración y Producción (PEP), la subsidiaria más importante de la paraestatal.
Justo en el momento del festejo internacional por la reforma constitucional en materia petrolera, dos piezas clave del entramado energético se separaron del cargo. Rojas no es un funcionario más.
Fue director de Pemex durante ocho años (dos con Miguel de la Madrid y los seis de Salinas), artífice de la reestructuración de la paraestatal y siempre un político cercano al exmandatario.
Tras la entrevista con Salinas se aprobó en la Cámara de Diputados una reforma legislativa en el sector ferrocarrilero que vuelve a colocar contra la pared a uno de los principales adversarios del salinismo: a su sucesor Ernesto Zedillo. Para nadie es un secreto que Zedillo se benefició de la privatización ferrocarrilera de su sexenio al convertirse en consejero estelar de Union Pacific y que la iniciativa que se encuentra a revisión en el Senado afectará los intereses de ésta y otras dos empresas.
La disputa, si es real, es por enormes y multimillonarios intereses. Por lealtades y espacios de influencia. En la agenda de los próximos días está la ley secundaria convergente en materia de telecomunicaciones y el paquete de las leyes reglamentarias de la reforma energética.
En ambas, los intereses del expresidente están presentes y son tan complejos como una red de telaraña. En ambas, el peñismo quiere realizar lo mismo que el salismo hizo en su momento: restablecer el presidencialismo como eje del poder político.