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Domingo 24 de Nov de 2024
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El conflicto en Gaza: otro círculo del infierno nacionalista

Mauricio Pilatowsky
Lunes 11 de Agosto de 2014
 

Al que conquista el país terminan por pertenecerle sus gentes; y no puede ser de otro modo, si éstas están más apegadas al país que a su vida propia como pueblo. La tierra, así, traiciona al pueblo que confió su duración a la de ella. Continúa, durando, pero el pueblo que hubo sobre ella pasó.

Franz Rosenzweig. La Estrella de la Redención

 

Mauricio Pilatowsky

En estos días, en la frontera de una tierra donde el Dios único tiene varios rostros antagónicos, israelíes  y palestinos se envuelven en el manto delirante del sacrificio; la muerte es la única vencedora de esta estéril lucha por el reconocimiento del Padre. Mientras los proyectiles de Hamas detonan terror y muerte en las ciudades hebreas y los soldados israelíes masacran a la población que vive cercada en Gaza, se libra otra batalla: la de las filias y las fobias. En el campo de los medios de comunicación y en los debates que surgen en las redes sociales, el conflicto ha escalado y se encuentra en los enrarecidos aires de los afectos maniqueos; el de los amores y odios acríticos donde se exigen lealtades y se acusan traiciones. Es de ese lugar inhóspito del que se debería salir  acompañados del uso crítico de la razón como un blindaje ante las metrallas de los sentimientos nacionales.

Para los defensores de las acciones del ejército israelí la justificación a la violencia, por más desproporcionada que ésta resulte es la defensa de sus ciudadanos, una apología que  culpa a Hamás del asesinato de los propios civiles palestinos argumentando que los utiliza como escudos humanos. En el otro bando tenemos a los que acusan a Israel de asesinar a la población civil de forma indiscriminada. Los hechos hablan por sí mismos, Hamás no ha conseguido matar a cientos o miles de inocentes porque el sistema de defensa israelí no se lo ha permitido, mientras que los israelíes tienen una fuerza militar que sí les ha permitido hacerlo, no es un asunto de intenciones, lo es de eficiencia. De no ser por el sistema antibalístico israelí lo que veríamos en los medios serían niños, mujeres y ancianos muertos y heridos por cientos en ambos lados y no sólo en uno.

El que las víctimas se produzcan mayoritariamente de un lado no se lo debemos adjudicar a la maldad de unos y a la bondad de los otros, es cuestión de eficacia militar, de pura, llana y cruda fuerza destructiva; Hamás no ha podido matar a más israelíes porque no ha tenido el armamento adecuado, pero esa es su intención.  Y la razón por la que mueren tantos civiles palestinos es cuestión de estrategia militar.  El ejército israelí ataca con proyectiles los lugares y edificios en donde puede haber combatientes de Hamás para no exponer a sus soldados y evitar que éstos se aproximen demasiado a los enemigos armados;  el resultado es la masacre de inocentes. Así actúan los ejércitos, el israelí no es el único; es el cálculo crudo de la vida humana en las guerras; a nombre de la protección de los “míos” no se repara en el exterminio de los “tuyos”. En los noticieros israelíes  se trasmite con mucha tristeza el entierro de cada una de sus víctimas mientras se está informando, con total frialdad, que han matado del otro lado a cientos de inocentes. Del lado palestino sucede algo parecido, se festeja el asesinato de los israelíes mientras se llora la muerte de los propios.

Lo dantesco de las imágenes que vemos por televisión se puede comparar con lo kafkiano de la verborrea que se lee y se escucha en los medios y las redes sociales. El análisis serio y bien informado es escaso, lo que abunda es un intercambio muy burdo de acusaciones y descalificaciones en ambos lados en el cual simpatizantes y detractores insuflados de patriotismo y cargados de mucho odio al otro no están dispuestos a tomar distancia.  Para los proisraelíes todo lo que diga el gobierno israelí se toma por bueno y lo contrario con los pro palestinos que sin entender lo complejo de la situación se apresuran a equiparar a los judíos con los nazis.

Para el lector que no está muy enterado de lo que sucede en Medio Oriente hay una pregunta que parece no tener respuesta: ¿cuáles son los objetivos puntuales de las partes en conflicto? Todos saben que estos dos colectivos, el israelí y el palestino, llevan peleándose por décadas, ¿deberíamos entender esta guerra como una búsqueda de triunfo de una de las partes sobre la otra? La verdad es que no es así,  ni los israelíes ni los palestinos piensan que ésta es una lucha  que se puede ganar; ninguno de los dos considera seriamente la posibilidad de aniquilar al otro. Ni el más extremista de los derechistas israelíes cree factible exterminar al pueblo palestino y del otro lado ni el más radical de los combatientes palestinos piensa que está en condiciones de derrotar al ejército de Israel. Estamos frente a un combate en donde ambas partes luchan con la intención de dañarse mutuamente lo más posible sin esperar aniquilar al otro.

Nos preguntamos entonces cuál es la lógica que subyace a esta macabra situación, qué es lo que motiva a unos y a otros a luchar a sabiendas de que no habrá un triunfador. Pensar solamente en el odio como razón nos llevaría a una conclusión absurda: que los millones de habitantes de esa zona del planeta sólo viven para matar y para morir; que en vez de personas, los que ahí radican son verdaderos monstruos. Esto suena descabellado aunque eso suelen decirse los radicales de un bando cuando hablan de los otros. En el lado israelí el discurso extremista describe a los palestinos como antisemitas jurados que lo único que buscan es el exterminio judío y del lado de los radicales palestinos su visión de los israelíes es la de seres abominables sedientos de sangre palestina; por más ridículo que esto parezca es parte de la verborrea propagandística de ambos lados.

Lo que en verdad encontramos en esos colectivos son personas normales, comunes y corrientes que tiene familias y que  trabajan para mantenerlas; individuos que anhelan vivir en paz sin violencia ni odio. Estamos frente a una situación que no podemos explicar fácilmente; dos pueblos compuestos mayoritariamente por personas normales que apoyan a líderes que mantienen un conflicto interminable donde nadie piensa que puede haber un vencedor. Dos grupos que están dispuestos a morir y matar sin que les quede claro para qué, así de irracional es la violencia que cobra la vida de miles de inocentes.

Para los habitantes de esa zona y para sus simpatizantes de otros lugares existen justificaciones que de entrada parecen, en cierta medida, razonables.  Los sionistas alegan que después de miles de años de persecución la única manera de sobrevivir es agrupándose en una entidad nacional moderna con un territorio propio y con un ejército que los defienda. Los palestinos por su lado argumentan que tienen derecho a tener un Estado en el territorio que les pertenece y que los sionistas les arrebataron sus tierras y los tienen sometidos en un régimen militar sin garantías civiles fundamentales, reivindican su derecho a defenderse del agresor y recuperar lo que es suyo.  La historia les da cierta razón a los dos: la concentración territorial de los judíos en esa  zona está directamente relacionada con las persecuciones antisemitas, después del Holocausto llegaron cientos de miles de refugiados provenientes de Europa que habían sido expulsados de sus países de origen y otros tantos que venían de los países árabes de los que también huyeron. Los palestinos también tienen razón en sus argumentos ya que llevan más de medio siglo viviendo bajo la ocupación militar israelí y los colonos israelíes se van apropiando sistemáticamente de sus tierras por medio de asentamientos.

El lector de estas líneas se preguntará por qué no es factible dividir el territorio y permitir que cada colectivo viva uno al lado del otro. Para responder a esta pregunta debemos explorar lo que sucede en la configuración de las identidades individuales y colectivas lo cual nos lleva a un ámbito donde ya no impera lo racional sino más bien los mandatos inconscientes.
 
Los seres humanos nacemos y vivimos en comunidad, en los primeros años de nuestras vidas y por medio de la trasmisión familiar y cultural nos identificamos con un colectivo y nos diferenciamos de otro. Como parte de esta  educación se nos instruye a valorar a los cercanos y a privilegiar su cuidado por encima de los más lejanos. Mientras no existan situaciones conflictivas es factible convivir con cierta paz, pero cuando los intereses de un grupo atentan contra los de los otros el mandato de la tradición nos conduce a la guerra.

El movimiento nacional judío conocido como Sionismo, en su parte afectiva, agrupa a los propios con el relato de la Tierra Prometida y por el Dios único que los considera el Pueblo Elegido.  Para los musulmanes también existe una Tierra Prometida un Dios único y se consideran los elegidos. Es aquí donde nos encontramos en el ámbito de lo irracional, de los afectos y las creencias; una de las paradojas más siniestras del monoteísmo es que el Dios único es distinto para cada pueblo elegido pero la tierra prometida es la misma; dos dioses, dos pueblos elegidos pero una sola tierra, ésta es la fórmula con la que se cocina el odio exterminador en ambos lados.

En las construcciones identitarias de las personas comunes y corrientes que conforman los colectivos en ambos lados de la frontera del odio, existe un mandato heredado de poblar la tierra que les dio su Dios y de no permitir que los “otros” se apoderen de lo que no les pertenece. La gran mayoría de los judíos consideran que tiene el derecho de reclamar la propiedad sobre el territorio que en su Biblia les ha sido prometido; los musulmanes consideran lo mismo pero desde su propia interpretación. Los individuos están dispuestos a “convivir” con los miembros del otro colectivo siempre y cuando  acepten someterse a sus condiciones. Los israelíes quieren vivir en paz pero no están dispuestos a renunciar a una Jerusalén judía ni a los territorios conquistados en 1967, los palestinos quieren vivir en paz pero siempre y cuando los israelíes se salgan de sus tierras.

Las tradiciones religiosas presentan siempre varios discursos, entre ellos podemos localizar uno que habla de compasión, que predica el amor al prójimo, la caridad y la paz universal; por otro lado está el de la imposición de la verdad sobre los disidentes en el cual la persecución y muerte del llamado infiel instiga a la violencia. Tenemos al Jesús de la otra mejilla al lado del  del templo de los mercaderes, a San Francisco de Asís frente a los cruzados y la Inquisición. Del lado judío está el Dios de la misericordia y la compasión pero también el de los ejércitos  y el de la venganza. Del lado musulmán nos encontramos con algo similar; Alá es el Dios de la compasión pero también el que destruye sin clemencia a los infieles.

La tradición monoteísta se desarrolla en esta extraña paradoja; todos somos hijos de Dios pero algunos somos los preferidos porque sabemos diferenciar al Padre real  del impostor. La lucha por su amor y reconocimiento está cargada de envidia y celos por los otros hijos a los que consideramos ilegítimos y por lo mismo indignos de nuestro amor y compasión. Un niño palestino no tiene el mismo valor que uno judío para los creyentes en Jehová de la misma manera que para un creyente en Alá un niño judío no merece la vida como uno musulmán.

El lector de estas líneas podrá objetar, y con razón, que no todos los que viven en esa zona son creyentes y que no se puede reducir el conflicto a un asunto puramente religioso. Para responder a esta justa objeción hay que recordar que a finales del siglo  XIX surgió una nueva forma de vinculación entre los colectivos; el del nacionalismo. A partir de la Ilustración se vivió un proceso de secularización donde los elementos religiosos fueron reemplazados parcialmente por nuevos valores relacionados con la nación. Pero como lo explica el historiador Eric Hobsbawm, para la configuración de las identidades nacionales se recurrió a elementos que ya existían y de ahí que los sentimientos religiosos permanecieran en las nuevas construcciones sociales.  En el caso de Israel-Palestina sus nacionalismos dejarían de tener sentido sin el Muro de los Lamentos y la Cúpula de la Roca, respectivamente. Hamás es un movimiento nacionalista islámico y el gobierno Israelí está conformado por una derecha nacionalista con un discurso y prácticas religiosas. 

El conflicto entre israelíes y palestinos debe entenderse en claves de dos nacionalismos que abrevan de fuentes religiosas. Lo que está sucediendo ahí es un episodio más de la triste condición humana; un colectivo busca destruir al otro para responder a un mandato que ha recibido inconscientemente y donde la búsqueda del reconocimiento del Padre implica la imposición de su verdad sobre el otro. La gran mayoría de los pobladores de esa zona, judíos y musulmanes, personas comunes y corrientes que dicen anhelar la paz y no odiar al prójimo no están dispuestos a renunciar a lo que ellos consideran que les pertenece, están dispuestos a matar y morir para conservar unas tierras y poder adorar a sus becerros de oro.

La gran mayoría de los judíos sionistas no están dispuestos a permitir que se divida la ciudad de Jerusalén y que ésta sea también la capital de Palestina, lo mismo sucede del otro lado. No puede pensarse seriamente en ningún tratado de paz que no contemple la división territorial, y ya que ninguno está dispuesto realmente a que esto suceda lo que prevalece es una interminable guerra de desgaste donde Israel se plantea mantener la ocupación indefinida de los territorios palestinos en un lento proceso de anexión de sus tierras, y los palestinos, llevados por la impotencia, recurren a la violencia como una vía para enfrentar la ocupación.

Habrá una tregua, posiblemente ésta dure unos meses o años, pero el círculo del odio va creciendo y el caudal de violencia se desborda inundándolo todo, es tan sólo un cese al fuego temporal mientras las partes se arman nuevamente y elaboran sofisticadas estrategias para causarse más daño. Las personas comunes y corrientes  que salen a trabajar todos los días y que se cuentan a sí mismas que anhelan la paz y no odian al otro; volverán a luchar, a llorar a sus muertos y a justificar la muerte de inocentes.

El lector se preguntará si hay alguna esperanza de que este círculo trágico del horror termine y realmente se consiga la paz. Ya que no podemos esperar milagros porque no sabríamos a cuál de los dioses rezarle, y por lo que hemos expuesto no es la razón la que priva, lo que podría llevar a las partes a una negociación podría ser el agotamiento, la desesperación y el miedo. Es una conclusión muy triste y desalentadora pero  no parece haber otra, parece que para decepcionarse de las promesas divinas habría que vivir una larga temporada en el infierno. En esto sí han contribuido israelíes y palestinos, se han esmerado lo suficiente para recrearlo, en unas tandas más y con el apoyo tecnológico adecuado podrían incluso llegar a conseguir que lo que aparece como una pesadilla se convierta en realidad.

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