Enrique Peña Nieto es el presidente mexicano menos amado del que se tenga memoria en tiempos recientes, publicó The New York Times hace una semana. Los niveles de aprobación por parte de la opinión pública han pasado de un 54 por ciento a un 37 en apenas dos años, según el diario estadounidense. Lo anterior llevaría a preguntarnos. ¿Se puede gobernar sin amor? O como diría Tina Turner, ¿y qué tiene que ver el amor con eso? (¿What’s love got to do with it?)
Parecería que tiene muy poco a juzgar por la capacidad que la administración de Peña Nieto ha tenido para impulsar una andanada de reformas que han sacudido el andamiaje institucional del país. Para algunos pueden ser tibias y para otros inadecuadas, pero nadie puede negar que se trata de un impulso sin precedente desde hace varias décadas.
A diferencia de Vicente Fox y Felipe Calderón, obsesionados con su popularidad y en buena medida paralizados por esa obsesión, parecería que Peña Nieto está dispuesto a sacrificar imagen con tal de imponer su cartera de reformas. Lo cual no es poca cosa considerando que llegó a la presidencia no tanto por la pasión que podría inspirar su plataforma de política, sino por la habilidad para construir una candidatura basada en una imagen atractiva.
Dos hechos recientes confirman esta actitud. La impopular detención de Manuel Mireles, el carismático líder de los fuerzas de autodefensa en Michoacán y la irrupción policiaca del orfanatorio La Fran Familia, de la legendaria Mamá Rosa. Son dos incidentes menores si se le compara con la trascendencia de las reformas, pero reveladores del talante de la administración federal.
En la detención de Mireles el gobierno decidió actuar con rudeza innecesaria sabiendo que era una batalla perdida frente a la opinión pública. La exhibición del líder con la cabeza rapada y detrás de las barrotes de una celda no le ganó votos a Peña Nieto pero seguramente le permitirá conseguir lo que buscaba: la subordinación del resto de los cabecillas de las fuerzas de autodefensa. Otra vez, eficiencia política versus popularidad.
En el caso de Rosa Verduzco el saldo resultó un poco más favorable pero sólo porque la PGR mantuvo el pulso hasta el final pese a la repulsa de intelectuales y medios de comunicación que salieron en defensa de la dueña del orfanato intervenido. Frente a la indignada reacción de la opinión pública, el gobierno no reculó, sostuvo sus argumentos y ventiló los delitos que se cometieron en el albergue. Liberó a la mujer, pero terminó desmantelado a La Gran Familia. A la postre terminó obteniendo un relativo consenso.
Esta disposición a emprender medidas impopulares pero que el gobierno cree necesarias para su proyecto camina por una senda sinuosa. Las reformas de Peña Nieto han abierto lagunas de desencanto en la sociedad mexicana. Elevar impuestos, afectar intereses creados o emprenderla en contra de símbolos canonizados como el petróleo nacionalizado, provoca irritación y no podría ser de otra manera. Algunos se oponen frontalmente a estos cambios, otros a la forma en que se han realizado. Introducirlos en un contexto de bajos niveles de aprobación es, por decir lo menos, temerario; operar sin apoyos populares disminuye los márgenes de maniobra y aumenta el peligro de inestabilidad. Pedir sacrificios presentes a cambio de beneficios futuros exige confianza. Y, como toda pareja sabe, demandar confianza donde escasea el amor no es aconsejable.
Sin embargo, la actitud del gobierno tampoco es suicida, aunque podría serlo si la ecuación se descompone. Una ecuación que descansa en tres supuestos. Primero, que no hay oposición política que pueda cosechar el desencanto popular. Tanto el PAN como el PRD están poco menos que desmantelados para constituir una oposición real en este momento. De igual forma, ninguno de los poderes fácticos tiene la legitimidad o el liderazgo social para contra atacar de frente las propuestas del gobierno, aunque sí para matizarlas (empresarios monopólicos, sindicatos, por ejemplo). En otras palabras, por el momento no hay un actor capaz de convertir la falta de aprobación en descontento popular generalizado.
Segundo, las reformas han sido muy bien acogidas por el sector externo; en lo inmediato eso se traduce en un apapacho legitimador y en lo mediato en un contexto favorable para inversiones y créditos extranjeros.
Y tercero, y más importante, Peña Nieto espera que el impacto de las reformas comiencen a sentirse antes de que sus los niveles de aprobación se desplomen por debajo de los mínimos que requiere la estabilidad. El riesgo es que la multiplicación de frentes abiertos se generalice y el gobierno termine a la defensiva y sin posibilidades de defender la aplicación real de sus reformas. Peña Neta se desliza en una cuenta regresiva: tratando de llegar a la playa antes de que el fuego consuma los aparejos.
Ciertamente la popularidad no es un requisito indispensable para gobernar, pero cómo ayuda. O en palabras de María Félix, “el dinero no da la felicidad, ah, pero cómo calma los nervios”.
Publicado en El País
@jorgezepedap