Muertos, desaparecidos, secuestrados, extorsionados y el consecuente miedo en constante aumento son –es ya un lugar común– los signos diarios del desastre nacional. No existe ciudadano que no los padezca directa o indirectamente ni conversación en donde no aparezcan.
Hay, sin embargo, que agregar uno que hace a esa realidad mucho más profunda y aterradora: la lejanía y la sordera de la clase política, a las cuales, aun cuando las conocíamos desde hace mucho, las vimos desplegarse con toda la fuerza del boato y del cinismo en el segundo informe de gobierno de Enrique Peña Nieto.
El presidente, flanqueado de manera perruna por dos representantes de la izquierda –Miguel Barbosa y Silvano Aureoles– y aplaudido por una clase política bovina y condescendiente, nos lanzó a la cara una hora y 40 minutos de un discurso triunfalista donde los muertos, los desaparecidos, los secuestrados, los extorsionados, los territorios tomados por el crimen organizado, la corrupción de las instituciones, la impunidad, la injusticia y la miseria del país quedaron sepultados bajo las fosas comunes de los megaproyectos y los sueños megalómanos del Ejecutivo y sus reformas estructurales.
Podría decirse que asistíamos al retorno inequívoco del antiguo régimen. Pero también, en su liturgia totalitaria –el boato, la prepotencia que convirtió a la Plaza de la Constitución en un enorme estacionamiento de antro para ricos, la soberbia de la omnipotencia que pretende “mover a México” y el discurso monolítico y unilateral–, asistimos al grito que la sordera de los dioses no ha dejado de lanzar al sufrimiento humano desde Homero y Esquilo: “Ustedes no nos interesan”.
Ese signo había ya estado presente durante los Diálogos por la Paz que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) sostuvo a mediados de 2012 en el Alcázar del Castillo de Chapultepec con los entonces candidatos a la Presidencia de la República. Todos, con sus particulares estilos, mantuvieron delante de las víctimas sordera y desprecio por los sufrimientos de los mexicanos. La tragedia que Calderón y el crimen organizado desencadenaron habría continuado igual con cualquiera de ellos en la Presidencia.
Sin embargo, Peña Nieto tenía la característica más terrible: la racionalidad pragmática del Príncipe. A diferencia de Josefina Vázquez Mota –quien fingía llorar frente a las fosas comunes cavadas por su partido–, de Andrés Manuel –cuyo narcisismo le impidió ver a las víctimas–, de Gabriel Quadri –quien arropado por Nueva Alianza dio, por lo mismo, un contradictorio espectáculo de la compasión–, Enrique Peña Nieto no fingía ni ignoraba. Formado en el pragmatismo del poder, y ajeno, por lo mismo, a cualquier sentimiento, la compasión no existía en él. Incapaz de asumir los espantosos agravios que como gobernador del Estado de México cometió con el pueblo de Atenco y que doña Trinidad Ramírez le señaló con una implacable claridad, Peña Nieto respondió con el desprecio del pragmático cuyo objetivo no es la gente –y allí estaba el horror de Atenco como testigo–, sino la imposición del poder.
Recuerdo que entonces le dije: “Su discurso es frío y pragmático. No escucho su corazón, no escucho una palabra de compasión para con las víctimas”. Al salir del Castillo lo acompañé, como lo hice con cada uno de los candidatos, hasta su automóvil. En el trayecto, dos veces se volvió hacia mí diciendo: “Usted se equivoca, sí tengo corazón”. Trató de mostrarlo promulgando la Ley General de Atención a Víctimas que Felipe Calderón había empantanado en una falsa controversia constitucional. Pero si, quizá, en un momento sintió compasión, inmediatamente, como el destello del relámpago, quedó sepultada en la noche del poder.
La promulgación de la ley no fue un acto del corazón, sino de la racionalidad política que allanaba el camino para negar a las víctimas de otra manera e ir, bajo el manual de Maquiavelo, instaurando el poder monolítico, sordo y autoritario que vimos durante la entrega del segundo informe de gobierno. Detrás de él, las víctimas de la violencia volvieron a ser enterradas en el olvido, al igual que las de Atenco –Peña Nieto construirá su mega-aeropuerto en las inmediaciones de ese municipio, al lado de los cadáveres de su represión– y las de todas aquellos pueblos que el discurso de Trinidad Ramírez defendió en el Alcázar del Castillo de Chapultepec.
Doña Trini, como la conocemos, tenía razón cuando le dijo: “En México, los pueblos han aprendido a defender a la madre tierra frente al despojo de los gobiernos que pierden los principios y la moral y se convierten en meros ejecutantes de intereses mezquinos de empresas trasnacionales. (Todos esos pueblos) han recibido como respuesta represión, desprecio, asesinatos, engaños y la descalificación sistemática. Todos los agravios en su contra han permanecido impunes. Atenco es un botón de muestra (…) Lo que tú representas es un gobierno prepotente y violento, incapaz de aceptar la crítica y acostumbrado a imponer por la fuerza y la manipulación”. Tenía también razón cuando, al concluir su discurso, remató: “No venimos a pactar, sino a señalarte y a decirte que sabemos que la justicia no vendrá de ustedes, sino del pueblo”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los zapatistas y atenquenses presos, hacer justicia a las víctimas de la violencia y juzgar a gobernadores y funcionarios criminales.