La mañana texcocana comienza como cualquier otra. El reloj está por cruzar las 7:30 hrs. de aquel septiembre de 1985. Las prisas y carreritas se suceden para llegar tarde a cualquier sitio. Salgo del baño, en tanto mi esposa me dice:
–¡Está temblando!
Trato de calmarla con un: ”No te preocupes”, y continúo con un: ”mi amor, en estas fechas siempre hay temblores en el centro del país”. Termino mi frase de conocedor de movimientos telúricos, con un: “Tráete a los niños y coloquémonos bajo el arco de la puerta, eso siempre funciona”. Y ahí estábamos, Loyis, mi esposa; Herschel, Daniela y yo, acurrucados bajo el marco de la puerta, entre las dos recámaras de nuestra
casa, en el 116 de la calle Abasolo, ahí en la mera capital mundial de los tlacoyos y la barbacoa.
La mañana del 19 de septiembre, empezaba a dejar la tranquilidad de lado. En una modesta Hitachi, mi esposa busca inútilmente la imagen de Televisa para sintonizar algún noticiero. La búsqueda es inútil y se torna desesperante. La pantalla sigue sin imagen, y sólo rayas horizontales aparecen fugazmente.
La perilla del selector de canales, por fin haya un canal, el 13, y las imágenes de lo inesperado empiezan a inundar de dolor, coraje y luto. La tragedia iniciaba su recorrido por todo el mundo. Las primeras imágenes del 13, mostraban una Ciudad de México lacerada. Las tomas nos llevaban directo hacia escombros, confusiones, gritos y clamores de muerte y desconsolación.
Terminé de desayunar con las escenas apocalípticas, aunque la tragedia por descubrir vendría más adelante.
Me dirigí hacia el Colegio de Postgraduados, para platicar con el Dr. Faustino Ortiz sobre diferentes temas del quehacer institucional. La plática no duró mucho, con su acostumbrado estilo alvaradeño, aunque en realidad él es de Michoacán, me dijo:
–¿Y tú qué estás haciendo?
–¿Haciendo qué?
Contesto entre sorprendido y anonadado.
–¡Deja esto y vete con tus amigos a ayudar a los del temblor!
Fotografía de Adolfo G. Riande 1985
Fin de la discusión, y en menos que canta un gallo, ya estoy encaramado en una combi, libreta en mano y cubre bocas. El grupo lo conformaban: Homero Aliaga, Jaime Morales, El flaco; Felipe Amachi, Manuel González, y yo por supuesto, entre otros tantos estudiantes de maestría del CP, y el Dr. Pedro Muro Bowling, de la Rama de Sociología Rural de la UACH.
Pensé que mis compañeros de la intempestiva brigada estaban exagerando, ¿para qué el cubrebocas estando tan lejos de la zona afectada?
Cuando la combi y los involuntarios brigadistas de Desarrollo Rural del CP, atravesaron la zona del Lago de Texcoco, comprendí el porqué de los incómodos cubre bocas.
Atravesar la zona del lago exigía el uso de estos aditamentos, la polvareda que levantaba el vehículo era en realidad una nube de polvo que se colaba por quién sabe qué parte, y penetraba incisivamente, haciéndonos toser y llorar. La nube era tan densa que podría haberse cortado con una navaja (¡Ya bájale Adolfo, diría el Flaco Jaime!)
Debo aclarar que el paso por el Lago de Texcoco en ese tiempo estaba restringido como una zona en recuperación ecológica. Como parte de un grupo arropado por la oficialidad del Colegio de Postgraduados, se permitió el acceso, como medida estratégica para llegar más rápidamente a la zona del siniestro. Y así fue como después de varios kilómetros de polvo, la claridad, que no la paz, se vislumbró en algún sitio de Ciudad Neza.
Como caravana de tuaregs de la selva urbana, llegamos hasta el barrio de Tepito, y ahí estábamos, listos para mostrarnos como héroes de ocasión, como científicos sociales en ciernes para aplicar nuestra ciencia ante la tragedia.
Así fue como después de varias vueltas, de rodeos por calles y avenidas, sacándole la vuelta a una zona perturbada, o más bien, la tragedia y los derrumbes nos hicieron sacarle la vuelta.
Llegamos hasta el bravísimo barrio de Tepito. La combi con sus incipientes brigadistas armados con libreta, lápiz y ¡los ojos más abiertos que nunca!, una pipa con agua potable, ésta se fue por otra parte y ahí nos dio alcance, y una camioneta rodada tres cuartos con ropa, medicina y un tanque con 200 litros de miel de abeja.
Cuando llegamos al puesto de socorros denominado Tepito Indómito, un grupo de vecinos encabezado por el pintor Felipe Erenberg, se dirigió secamente al Flaco Jaime Morales:
“¿Y ustedes a qué vienen?”
La mirada del pintor, recorrió fríamente a cada uno de los integrantes del grupo. Mirada glacial, en sus ojos podía leerse un: ¡otro grupito de ayuda! Finalmente, dijo:
“Si traen algo para ayudar, ¡pues adelante!”
La respuesta del Flaco, a nombre del grupo, fue bien recibida por los vecinos.
“Somos del Colegio de Postgraduados, venimos a ayudar en lo que se pueda, traemos ropa, medicinas, una pipa con agua potable y un tanque de miel.”
El pintor llamó a sus colaboradores y dijo algo, como: “A estos chavos sí ábranles paso, pónganles una carpa y bríndenles toda la atención.”
En menos que canta un gallo, ahí estaba yo, con mi lápiz, libreta, un chaleco de esos anaranjados que usan los tránsitos, con un escudo de la delegación Álvaro Obregón, un silbato, y un incipiente temor de andar en pareja, metiéndome en las callejuelas de uno de los barrios más bravos de la capital. Pensaba, ¿pero yo qué demonios ando haciendo aquí?
La realidad fue diferente, los tepiteños exhibieron un enorme ejemplo, ante las circunstancias del momento, nuestra insignificante labor de colaboradores para levantar un censo de las condiciones de las viviendas, fuimos objeto de total tolerancia, era increíble nuestro peregrinar por viviendas de patios de vecindad, esos ambientes como sacados de las páginas que describe Lewis en su mítica
Los hijos de Sánchez. Sin proponérnoslo, por momentos fuimos otros tepiteños más.
Posteriormente, nos informamos, como en tiempos de tragedia los grupos de voluntarios brigadistas hacen su peregrinar, como deseosos de aparecer en escena, algunos sin armas, ni estrategias claras, pero con ganas de ayudar, que finalmente terminaban por estorbar. No fue el caso de nosotros.