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El 3 de octubre no lo olvido

Sergio Anaya
Jueves 02 de Octubre de 2014
 

Sergio Anaya

Del 2 de octubre de 1968 ni me acuerdo. Yo era entonces un chamaco típico de Cd. Obregón, envuelto en la algarabía de los juegos provincianos, la escuela y el entorno familiar. No hubo nada especial en mi vida personal que me haga recordar el día en que ocurrió la masacre de Tlatelolco.

Pero el 3 de octubre de 1968 no lo olvido. Ese día llegó el periódico a mi casa y entre la información rutinaria incluía una nota sobre un suceso ocurrido el día anterior en la Cd. de México donde se hablaba de enfrentamientos entre estudiantes y el Ejército. El texto decía vagamente que podría haber varios muertos, pero el espacio dado a la nota y la redacción no revelaban la dimensión real del suceso, más bien se percibía una intención de restarle importancia.

No se me olvida esa mañana del 3 de octubre porque los comentarios de los adultos me llamaron la atención al grado de afirmar ahora que ésa fue mi primera noción de la política mexicana y de la forma como los medios de comunicación influyen en la gente.

Recuerdo a unos echando la culpa a los estudiantes y en particular al comunismo, un monstruo que acechaba a todo el mundo y ahora quería desestabillizar al país a través de los jóvenes políticamente inconformes. Se hablaba mucho en estos términos y no faltaba por supuesto quien aplaudiera la decisión del gobierno para acabar con la amenaza de los rojos. Mientras más ignorante o menos educación tuviera el opinador, más fuerte era el apoyo al gobierno que un día antes había aplastado a los estudiantes.

Al llegar a la escuela, la secundaria Campoy, un maestro hizo un comentario breve pero diferente, sin apasionamientos hizo referencia a lo ocurrido calificándolo como una tragedia, un abuso cometido por un gobierno autoritario, represivo y antidemocrático. No estoy seguro si esos fueron los adjetivos que utilizó pero el comentario iba en ese sentido.

Luego vinieron otros comentarios similares a los del maestro de secundaria. Para la tarde yo ya no sabía a quien creerle, si a los que apoyaban la masacre o a quienes la criticaban con un evidente sentimiento de impotencia. Pero más allá de la duda me quedaba claro, por primera vez desde entonces, que las dimensiones de esa tragedia eran mucho más grandes que la escasa importancia que le daba el periódico de la mañana y el noticiero de la noche en la televisión.

Era un hecho histórico, sí, aunque la mayoría de los seres que poblaban mi mundo familiar, el de los amigos, en el barrio de la calle Durango y más allá, eran indiferentes. Cada quien vivía sumergido en sus propios asuntos y de la política ni hablar, para qué.

Estábamos en Cd. Obregón, a casi dos mil kilómetros de la Cd. de México y de Tlatelolco. Era escasa la información que nos llegaba sobre la masacre y el único tema que compartíamos con el resto del país era la cercana inauguración de los Juegos Olímpicos, por primera vez en un país como el nuestro. Había un vacío alrededor, pero aquel 3 de octubre no loolvido porque fue cuando empecé a interesarme sobre una nueva realidad que apenas un día antes era totalmente desconocida para mí.

Han pasado desde entonces 46 años y las cosas han cambiado poco. Unos aplauden al gobierno y otros lo critican; pero la mayoría sigue indiferente y prefiere vivir en su mundo personal mientras otros van cayendo ante nuevas formas de violencia y viejas prácticas de autoritarismo que hoy recuperan la fuerza que tuvieron en otra época.

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