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Julio Scherer

Julio Scherer
Miércoles 07 de Enero de 2015
 

Sergio Anaya

Éramos jóvenes, estudiábamos periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM y en ese momento no admirábamos a nadie tanto como a Julio Scherer García. Era el periodista ejemplar, el prototipo de honestidad, independencia y espíritu crítico que debe tener un buen periodista, nos deslumbraba su capacidad técnica como reportero y editor.

Algunos de los colaboradores más cercanos a él eran nuestros maestros. Granados Chapa y Froylán López Narváez alimentaban en nosotros la admiración por Scherer, a quien incluían sin reservas entre los grandes históricos del periodismo mexicano.

Con esa aura de personaje leyenda, apareció un día en la lista de maestros con los que uno podía inscribirse y no dudamos en hacerlo aunque su materia estuviera programada en el peor de los horarios, si mal no recuerdo, las ocho de la noche en viernes. A esa hora y en ese día ningún estudiante quiere estar dos horas metido en las aulas.

Pero el "sacrificio" lo compensaba la oportunidad de ser alumno de Don Julio (con mayúsuculas le llamaban y siguen llamando). Su salida de Excélsior y la fundación de Proceso estaban recientes, así que fueron una delicia las clases iniciales cuando trataba de enseñarnos el oficio periodístico a partir de sus experiencias personales.

Disfrutamos esas clases, pero como suele suceder en el contacto cercano con personas a las que admiramos, también aparecieron detalles de su personalidad poco admirables.

Como otros maestros con fama de integridad profesional, Scherer fallaba en un principio elemental: No cumplía de manera cabal con su obligación de maestro. A veces pasaban semanas sin que se presentara en el aula y en su lugar nos enviaba a uno de sus ayudantes en Proceso. Un detalle mínimo según algunos compañeros, pero al fin y al cabo una muestra de irresponsabilidad.

Sin embargo no era ése el "detalle" que me llamó más la atención sino su obsesión por el poder, y en este caso con su propio poder como periodista. Instalado en su nicho como autoridad moral, pontificaba y descalificaba a todos los que no estuvieran de acuerdo con él.

Como maestro era generoso, apapachaba a sus jóvenes alumnos y en pláticas personales mostraba un enorme interés con lo que uno le dijera. Pero sólo permitía ser admirado, no perdonaba la menor crítica, ni siquiera el asomo de un comentario adverso. Si éste aparecía, lo rechazaba con su personalidad apabullante. En ese sentido era como todo los hombres de poder que criticaba.

Con el paso del tiempo, lejos de la universidad y ya sólo como lector de Proceso, estos detalles que yo había percibido en la personalidad de Scherer fueron diluyéndose ante el reconocimiento de la importancia que tenía su trabajo para la vida del país. Al fin y al cabo, como él solía decirlo, al periodista sólo lo avalan los hechos, y los suyos eran hechos que avalaban un trabajo ejemplar plasmado no sólo en sus entrevistas y reportajes sino también en su postura crítica, sin concesiones ante la corrupción, inmoralidad y cinismo del poder político en Méxjco.

Comprendí que su mejor enseñanza como maestro no nos la dio dentro del aula sino con la calidad del periodismo que él ejercía.

Hoy, el día de su muerte, recuerdo aquellos años en la UNAM, el mundo de intelectuales, escritores, teóricos de la revolución, exiliados sudamericanos, políticos en ascenso y jóvenes aprendices de todo. En ese mundo, Julio Scherer, Don Julio, aparece a distancia como una luz brillante que iluminó la vocación de varias generaciones de periodistas.

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