Si no hay candidatos mejores cada 3 años, seámoslo nosotros, los ciudadanos
Carlos MONCADA OCHOA
Los candidatos a presidente de la República y gobernador pocas veces han sido buenos oradores, de ahí que buscaran, para que hablaran en su nombre a lo largo de una campaña, individuos bien plantados, de voz agradable y frases efectistas, a quienes apodaban “ruiseñores”. A ellos se debía en gran parte el éxito de quienes ocuparían los cargos públicos.
Andando el tiempo, tal vez a comienzos de los años setenta, cuando Luis Echeverría, la gente comenzó a exigir que el candidato en persona manifestara qué se proponía hacer si los ciudadanos lo llevaban al triunfo. Se inició la época de las promesas: que haré una escuela aquí, que construiré una carretera allá, y cosas por el estilo.
Como “el prometer no empobrece”, los políticos y sus asesores se calentaban el coco pensando qué prometer, siempre algo más apantallador y deslumbrante que lo prometido por sus adversarios. Y cuando las promesas aburrieron a los votantes y, de tantas incumplidas, cayeron en el escepticismo, se dejó de llamarlas “promesas” y pasaron a ser “propuestas”. La palabra insinúa que se propone algo al ciudadano y éste puede participar en su aprobación y realización.
Lo cierto es que no hemos salido de la etapa de las promesas, y que todavía hay sectores bobalicones de la población que las cree, y que vota en la medida en que cae en la trampa. Sólo que a menudo surgen candidatos que exageran y no sabe uno si están haciendo promesas o riéndose de quienes los escuchan. Veamos ejemplos.
En su primera campaña por la Presidencia, en 2006, López Obrador prometió en Sonora revivir el “tren bala” que corría de Nogales a la ciudad de México, para reactivar la economía de la costa del Pacífico. Semanas más tarde, le reclamaron en Nuevo Laredo que no pensara en un “tren bala” de esa población a México, pues la distancia es notablemente menor. Y el “Peje”, con desparpajo, replicó: “No hay problema. Aquí habrá otro “tren bala”. Qué estudios de viabilidad, ni qué nada, lo importante era prometer.
En 2009, el candidato Guillermo Padrés hizo promesas para limitados mentales. Anunció que construiría un tren con pulman de Navojoa a Tucsón, y que correría paralelo a las vías actuales. Nunca quedó claro por qué partiría precisamente de Navojoa ni por qué no se aprovecharían las vías existentes. Supongo que la razón era sencilla: no tenía, como quedó demostrado, el menor propósito de cumplir.
También echó mano, como suelen hacerlo muchos candidatos, de una promesa que en nuestro endeble y defectuoso sistema económico no se puede realizar. Dijo que no aumentaría los impuestos ni crearía otros nuevos. Como se sabe, a mitad del sexenio, cuando se abofeteó al pueblo sonorense con nuevos, abusivos impuestos, los sonorenses inundaron las ruedas sociales con los videos en que se ve al candidato Padrés propagando aquella promesa con descarado cinismo.
No le quedó a la zaga el candidato a presidente municipal de Hermosillo, Javier Gándara Magaña, quien prometió construir un tren eléctrico, una especie de Metro pueblerino, que correría de un barrio popular apartado, al centro de la ciudad. Ni siquiera hizo el intento de comenzarlo.
A pesar de que, como lo digo antes con otras palabras, todavía hay ciudadanos que se deslumbran con esas promesas desorbitadas, cada vez somos más críticos y menos ingenuos, y estamos en aptitud de precisar cuándo el candidato hace promesas irrealizables por ignorante y cuándo las hace por sinvergüenza y mentiroso. Nos hallamos, así, en el camino de diseñar un método de elección, que consistiría en votar por el candidato que haga menos promesas estúpidas. Al menos sería el que nos estaría demostrando cierto respeto.
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