Hace una semana, mientras en Cajeme continuaba la ola de violencia extrema con ejecuciones mafiosas, dirigentes del PAN y el PRI se enfrascaron en una disputa que a estas alturas puede parecer ociosa: Quién es el responsable de esta aguda, terrorífica crisis de seguridad pública.
Las acusaciones mutuas solo sirvieron para exhibir lo que es obvio: En los dos partidos que han gobernado Sonora y México durante esta etapa de terror no hay la menor sensibilidad por las cientos de desgracias que han ocurrido en Cajeme desde hace aproximadamente diez años, cuando los asesinatos empezaron a ser rutinarios en nuestras calles. No son sensibles, no muestran solidaridad alguna con las miles de familias víctimas de esta ola criminal.
Ambos, priistas y panistas, sólo asumen que el otro -el enemigo político- es responsable, se rasgan las vestiduras y esgrimen argumentos trillados, irrelevantes y demagógicos a la hora de proponer soluciones mientras el estruendo de la metralla sigue sacudiendo a los habitantes de un municipio que alguna vez fue casi un paraíso de seguridad pública.
Los panistas, que durante seis años minimzaron el problema de la violencia en Cajeme, hoy, hasta hoy, reconocen que la situación es extrema e insoportable. Y vienen en bola sus más altos dirigentes en el Estado para lanzar una proclama por el regreso de la paz y dicen ponerse al servicio del alcalde y la gobernadora priistas para colaborar juntos en una cruzada contra la violencia.
Los priistas responden con la cacareada excusa de estos tiempos: Todos los problemas nacieron y se reprodujeron en el gobierno padresista. Y escudándose con otro mal de su tiempo actual -el culto a la personalidad- afirman que gracias a la Gobernadora ahora sí hay coordinación de las fuerzas policiacas y se combate al crimen organizado como nunca se ha hecho.
En el común denominador de sus discursos la violencia aparece como la práctica de gente nefasta (bad hombres, diría Trump) que ávida de riquezas y movida por el instinto criminal se enfrascan en una lucha a muerte, lucha donde también a las familias de los asesinados y de los adictos las responsabilizan por "no haber sabido inculcarles a sus hijos los valores morales que los apartaran del mal".
A ese extremo llegan y coinciden priistas y panistas al reducir la situación a una lucha entre el bien y el mal, donde tarde o temprano el Estado habrá de imponerse a los grupos criminales: el bien habrá de derrotar al mal.
Esta perspectiva moralista, superficial, esconde un hecho real y quizá de mayor influencia en la crisis actual. Me refiero a la estrecha relación entre la política y el delito en un estado de democracia limitada, con rasgos de plutocracia y autoritarismo como el estado mexicano.
En un libro cuyo título tomo para este texto (Política y delito) Hans Magnus Enzensberger establece la similitud entre la naturaleza y estructuras del poder político y de las organizaciones criminales. Actúan con los mismos principios, como la eliminación del rival ordenada por el líder y que debe ser acatada por los subalternos sin objeción alguna. Sea una muerte política o una muerte física a cargo de sicarios.
La acumulación de poder basada en la acumulación ilegítima de riquezas se da por igual entre los grupos del Estado y los de la mafia, un institnto de poder insaciable que está dispuesto a cualquier cosa con tal de imponer su supremacía.
La política electoral revela periódicamente y con toda su crudeza la actuación mafiosa del Estado.
Para nadie es un secreto, de hecho no causa asombro, observar en el día D de las elecciones a grupos de cholos utilizados para provocar desorden en casillas complicadas y a quienes se les paga con algo de efectivo y droga. Aunque lo más escabroso es el presunto financiamiento a algunas campañas con recursos provenientes del narco.
El "cobro de piso", que parece una práctica exclusiva de la delincuencia, tiene vigencia "natural" en la venta de protección a vendedores ambulantes, orgnizaciones populares, comerciantes e incluso grandes empresarios que a cambio de pagar una cuota y apoyar a los capos de la política adquieren permiso para actuar sin cortapisas incluso al margen de la ley.
Podría continuar con la serie de semejanzas entre la organización política y la criminal, pero en resumen, anular la simbiosis entre ambas debe ser el primer paso de una política de Estado que realmente pretenda reducir la presencia de la delincuencia organizada en nuestra sociedad. Y eso requiere la transformación radical de las reglas del juego político, de la débil democracia mexicana y en general de la clase política que nos gobierna.
Se dice fácil, pero parece imposible cuando los dirigentes los principales partidos y funcionarios de Estado nos dan una muestra de que prefieren los discursos vagos, campañas de relumbrón contra las drogas y culparse mutuamente por la situación actual, como ha ocurrido aquí en Cajeme.