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La banalidad del bien

Jorge Zepeda Patterson
Lunes 20 de Marzo de 2017
 

Tratando de entender lo inexplicable, Hannah Arendt acuñó la frase “banalidad del mal” para describir la manera en que miles de personas se desasocian de sus códigos morales para entregarse a los designios de su entorno. En los ejecutores materiales del genocidio en los campos de exterminio, dice Arendt, no existía un pozo de maldad abismal ni tenían una particular inclinación por la crueldad. Eran, más bien, individuos capaces de operar sin reflexionar en las consecuencias de sus actos por la sencilla razón de actuar según se esperaba de ellos.

Este viernes me pregunté si existe también una especie de “banalidad del bien”. Me encontraba en la celebración del 125 aniversario del Instituto Colón, una escuela absolutamente singular fundada en Guadalajara en 1892. Su antigüedad es ya un dato notable. Para ponerlo en perspectiva: el Instituto es 30 años más viejo que el PRI, 24 años mayor que las Chivas del Guadalajara y 34 años más antiguo que el Atlas (y del América mejor no hablamos). La escuela se fundó entre velas y candiles, cinco años antes de que hubiese alumbrado público en Guadalajara. Supongo que solo Chabelo es más viejo que eso.

Pero en todo caso la singularidad no procede de la fecha de fundación sino de su naturaleza revolucionaria: fue el primer colegio laico y mixto. Se dice rápido, pero no es poca cosa. Debió requerir mucho valor de los docentes de aquella época hacer algo tan repulsivo en la Guadalajara conservadora, cerrada y confesional de finales del siglo antepasado. Sentar niños y niñas en una misma aula entrañaba algo perverso para las conciencias de la época, pues sembraba la semilla de la promiscuidad y el libertinaje.

Lo cual me conduce al tema de la banalidad del bien, y por esta sola vez lo abordaré en primera persona. Yo pasé por esa escuela hace más décadas de las que quiero acordarme, pero me queda claro que la persona que hoy soy saldría peor librada en el balance entre defectos y virtudes si en sus aulas no hubiera aprendido que mis compañeras de pupitre podían ser tanto o más inteligentes o capaces que cualquiera de nosotros. Desde allí supe que las mujeres no eran seres extraños y ajenos, no estaban hechas de porcelana ni podían ser tratadas como seres humanos discapacitados. Imposible pensar tal cosa si nunca pude superar a Gaby en matemáticas, que era mi fuerte, ni vencer en las canicas a Beatriz, una niña de puntería infalible. Hasta el día de hoy algunos de mis mejores amigos son mujeres con quien puedo sostener una relación de iguales.

Tampoco era poca cosa su carácter laico. Todas las escuelas privadas de la época eran religiosas y lo siguieron siendo durante muchos años, salvo este instituto, que ofreció desde el principio una educación universal y científica.

Con el tiempo, el Colón se convirtió en un oasis de la tolerancia. Como no era una escuela religiosa, acabó siendo el destino de niños y niñas de hogares protestantes, judíos, masones, librepensadores, o de hijos de padres católicos abiertos y modernos, que consideraban que la religión era un asunto particular y a la escuela venía uno a instruirse.

Eso generó un caldo e cultivo amplio, diverso, heterogéneo. Refractario al dogma y al prejuicio. Y no sólo en la actitud de los maestros sino, más importante, en la de los propios alumnos. Veníamos de extracciones tan diversas que la simple convivencia nos obligaba a asimilar y asimilarnos en la apertura y la tolerancia.

Hace 25 años arrancamos un puñado de aventureros el periódico Siglo 21 en Guadalajara, un diario irreverente, crítico y atrevido. Una y otra vez nos dijeron que la ciudad era demasiado conservadora para que triunfara un periódico que desafiaba las tradiciones. Pero yo sabía que 100 años antes había nacido el Instituto Colón en condiciones aún más adversas, una escuela que apostó y creyó en el potencial de cambio que tiene esta ciudad. Y sí, estoy seguro de que el éxito de ese diario se debió en más de un sentido al terreno que el Colón había preparado durante décadas.

Los que pasamos por esas aulas, supongo, crecimos en la tolerancia y en el respeto a la otredad, primer paso para transitar a la solidaridad o la sensibilidad ante las desgracias ajenas. Y no porque fuéramos mejores que otros, ni mucho menos, sino simplemente porque estuvimos expuestos a un entorno favorable, a la “banalidad del bien”, a las semillas depositadas por unos visionarios 125 años antes.

http://www.sinembargo.mx/19-03-2017/3175963

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