En el México de los años 1970s profesar esta ideología era una provocación no sólo contra el conservadurismo y su hijo putativo, el machismo, sino también contra la gente liberal y la de izquierda que miraban con desconfianza las proclamas de las primeras feministas. No las llamaban "liberadas" sino "marimachas", así para que se oyera más ofensivo.
En medio de este clima de animadversión, de misoginia radical, muchas mujeres siguieron luchando por imponer una visión de género en la realidad circundante y poco a poco lo fueron logrando.
Hoy el feminismo parece una moda de la que nadie quiere ser excluido, hasta los políticos y partidos conservadores que antes hubieran encendido la hoguera para las brujas del feminismo hoy les prenden incienso buscando atraer hacia ellos los votos de la mitad del electorado, las mujeres.
En esta corriente de hipocresía aparece otra pose, la de quienes enfatizan las minucias de género en el lenguaje, como los que hablan de mexicanos y mexicanas, niños y niñas, etcétero y etcétera, sólo porque que alguien les explicó la carga sexista del lenguaje ordinario. Hay asimismo algo de inocencia, ingenuidad o franca ignorancia, no sé cómo llamarle, en las actitudes de los nuevos -y las nuevas- feministas que los lleva a justificar cualquier exceso cometido por las mujeres que reclaman la equidad de género, tal es el caso de los desmanes en el Palacio de Justicia en Hermosillo.
Ahora el 9 de Marzo nos tiene en la cresta de la ola feminista y los excesos aparecen casi de manera natural nutridos por el oportunismo que señalé antes. Como el de los Calderón y panistas asociados que ven en este movimiento una oportunidad de cobrarle algunas cuentas a AMLO. Generalizo: Todos los sectores hipercríticos del antilopezobradorismo actúan como si en la justificada ira de las mujeres por el aumento de feminicidios hubieran encontrado por fin la palanca que impulse hacia abajo la popularidad del Presidente y anticipe su caída definitiva.
El empuje de estas fuerzas nos lleva a un error central: pensar que el incremento de la violencia contra las mujeres es el problema mayor, suficiente para envolvernos a todos en la ola de feminismo que reventará el 9 de marzo. Seamos sinceros: Los feminicidios representan entre el 10% y el 15% de los crímenes que se cometen en México actualmente. Y forman parte de la espiral de violencia que se generó décadas atrás, cuando gobiernos priistas y panistas abrieron las puertas para que los carteles de la delincuencia organizada actuaran y crecieran al amparo de la corrupción y las negociaciones con la delincuencia oficial. Allí está la semilla del mal, del terror que hoy reina en el país.
Sí, la violencia contra las mujeres tiene un componente adicional de sexismo y quisiéramos que nunca más se asesinara impunemente a una mujer adulta, joven o niña. Pero también los asesinatos contra hombres adultos, jóvenes y niños están cargados de odio y la inmensa mayoría, alrededor del 90%, permanecen en la impunidad. Diseccionar la violencia separando a las víctimas por su condición de género, creo, es un error excesivo. Y exhibir, comol o hacen autoridades y políticos, una desmedida comprensión y solidaridad con las causas del feminismo, es en la mayoría de los casos una actitud hipócrita.
Pido licencia, estoico lector, para una despedida muy personal. Algo conocí sobre el feminismo en textos de o sobre Simone de Beauvoir y Susan Sontag, algo en la lectura de escritoras mexicanas y mucho más en las pláticas de amigas feministas. Pero mi primer y definitivo aprendizaje del feminismo fue mi entorno familiar. Crecí rodeado de mujeres, tuve cinco hermanas antes de que naciera mi primer hermano, y desde entonces me di cuenta de que entre mujeres y hombres, salvo las obvias diferencias biológicas, no se puede hablar de diferencias, ni de tratos especiales para unas y otros, ni más o menos inteligentes, porque somos simplemente iguales.